viernes, 23 de octubre de 2009

Huellas

Ya no precisaba biblioteca. En el bolsillo llevaba todo lo que había sacado de la venta completa de mis libros. Cuando decidí venderlos no me había imaginado que fuera una suma como la que me molestaba ahora, abultándome el bolsillo del pantalón. Al saber la cantidad, al escucharla del librero, me cruzó por la cabeza un leve arrepentimiento que dejé de lado rápidamente. Los últimos coletazos de la seguridad que da tener un capital reposando en los anaqueles de mi biblioteca. Dejaría que alguno se burlara de las anotaciones que había ido acumulando, con los años, en los márgenes, de los subrayados cuya lógica sólo podía entender yo, de las huellas de mi derrotero intelectual.
Antes de meterlos en las cajas, me puse a hojear algunos de los libros que iba a vender. En sus márgenes tenían breves notas hechas con una letra adolescente, imprecisa aún, anotaciones que ponían de manifiesto el enojo transformador, la efusividad de quien leía, la esperanzadora, utilitaria y naif lectura. Encontré frases como “Este es el concepto de Estado que se ha mantenido siempre en Latinoamérica, y esto debe acabarse”. Mayúsculas que denotaban la persistencia de la fe y subrayados extensos en los libros más inverosímiles de contenerlos.
Sólo había guardado en una caja algunos libros de un par de autores que todavía me interesaba tener a mano. en realidad, los conservaba porque aún no había conseguido desprenderme de ellos. Dejé en el piso la caja con esos libros y la empujé con el pie bajo mi cama, ignorando los anaqueles vacíos. La idea era no abrir esa caja, ignorar esos libros lo más que pudiera. No sabía por qué los conservaba, no me quedaba nada más por leer en ellos.
El dinero, que se abultaba en mi bolsillo, iba a tener buen uso: era para una puta. Bastaba para que tuviera hermosas tetas, buen culo y delgadas piernas, así como también un aspecto y unos modos que no se parecían en nada a los de las putas comunes. Cuando la tuve frente a mí fue que pensé en mis huellas. Debería haber borrado todas las anotaciones que he hecho en los márgenes de mis libros antes de venderlos. Me aterra la existencia de mis huellas. Por eso me gustan las putas, porque no les puedo dejar ninguna.
Hábilmente, ella me despojó de mi quietud liberándome de ese terror, llevándome con ella hacia una experiencia sin huellas.

martes, 13 de octubre de 2009

Batallas

Tenía algunos recuerdos de lo que había sido la guerra. Recuerdos que iban más allá del conocimiento colectivo que la mayoría conservaba del hecho histórico preciso como una simple anécdota nacional poco feliz. Más de una vez se preguntaba en qué medida la guerra había afectado al país, y si realmente no era que sólo había afectado a aquellos que habían estado en las islas y, por extensión, a sus familiares. Él no tenía ningún familiar ex combatiente, pero sí conservaba algunos recuerdos que la guerra había metido en su entorno y que se le habían enquistado como esquirla, o cualquier otra cosa extraña, en su cabeza. Había veces en que esos hechos le hacían sentir que la historia, como siempre se cree, había comenzado con él y que había tenido suerte que justo ese hecho ocurriera de un modo contemporáneo a su vida, pudiendo así entrar en la historia a la que él le daba inicio absoluto.
Recordaba las ventanas de su salita, la azul, en el jardín de infantes del colegio nacional, el único edificio alto de la ciudad que, casualmente, tenía la Base Naval Puerto Belgrano justo al lado, cruzando una barrera custodiada por la policía militar. Esas ventanas, y las de todo el colegio, pero él sólo recordaba las de su salita azul, estaban tapadas por diarios que no dejaban, en lo práctico, entrar la luz, aunque la verdadera razón de esa cobertura periodística era evitar que la luz saliera y, en el oscuro inicio de los días de clases de ese otoño del 82, revelara la posición del enorme edificio a los bombarderos ingleses. Años después conocería la canción de Charly García y se reiría de lo verdaderamente estúpidos que podían ser los porteños cuando buscaban desesperados alguna razón para que, aún en tiempos de guerra, no dejaran de hablar de ellos, sólo de ellos, siempre de ellos, en vez de perder tiempo en algunos desubicados que se tiroteaban en un sur bastante incierto que, por cierto, ni siquiera llegaba a ser el de Borges.
Pero la cosa no terminaba en el oscurecimiento del aula. Guiados por las maestras eran instruidos en el arte de meter sus pequeñas cabecitas bajo unos bancos o unas mesas junto a sus cuerpitos que poco se distinguían aún, en distancia al menos, de sus cabezas. Esto era por si bombardeaban, para poder protegerse de lo que pudiera caerles encima desde el techo. Siempre teniendo en cuenta que los ingleses no hubieran tenido una perfecta puntería, caso en el que todo lo que les explicaban que había que hacer hubiera sido inútil. Por supuesto que la verdadera razón para toda esa puesta en escena de protegerse la cabeza no era otra que mantenerlos controlados y tranquilos, sintiendo en sus mentes infantiles –casi mentes-, que no había ningún problema y que sólo se trataba de un juego, que estaban protegidos y controlados por esas dos ridículas del guardapolvo azul a cuadritos chiquititos. Lo que no se puede negar es que todo esto cumplió su cometido. Poco tiempo más tarde, en algún momento quizá de ese mismo año o del siguiente, las amenazas de bombas al colegio pusieron a prueba el autocontrol de esos chicos y su capacidad para actuar como si nada estuviera sucediendo. Caminando despacito tomados de una soga que los volvía un gusanito, se alejaban lentamente del colegio que jamás estalló.
Otro de los recuerdos que tenía de la guerra se despertaba en su mente cada vez que andaba dando vueltas sin rumbo por el barrio o se dirigía rumbo a la canchita a jugar a la pelota. En la plazoleta había una placa que recordaba a un muchacho del barrio, conscripto de la marina él, que había muerto en el Crucero General Belgrano, esto fue varios años después de la guerra, aunque no muchos, porque la placa, de un bronce tentador, no aguantó mucho tiempo sin ser robada, así que para él, el héroe del barrio había caído nuevamente en el olvido, así como comenzaba a caer cada vez más el mismo episodio guerrero, provocando un vacío en el recuerdo colectivo que solamente se sentía incomodado cuando a algún operador de radio se le ocurría pasar la canción de Charly. Los fanáticos de Charly no habían conocido ni olvidado nada del tema, ya que estaban firmemente convencidos de que la posibilidad de bombardeo sobre Buenos Aires nunca había ocurrido y que sólo se trataba de una hábil metáfora del músico referida o a los militares que habían gobernado el país o a las injustas críticas del interior hacia los porteños. Algunos incluso habían llegado a suponer que la metáfora era vehículo para exteriorizar cierto oscuro temor de Charly a la ira de Dios o de sus detractores –los propios, no los ateos.
Pero si de guerras se hablaba, o de simples batallas personales o de alguna otra magnitud más magna, el barrio no terminaba en la plazoleta de la placa robada. Montenegro era un cordobés grandote como una montaña arrasada por un incendio. Entrenaba al equipo de fútbol infantil del barrio. Estaba a cargo de todas las categorías y lo disfrutaba. Según decían algunos de los padres de los chicos no tenía la menor idea de fútbol, y en un mítico partido organizado como excusa para un asado en la sociedad de fomento había demostrado ser un completo inepto con la pelota. Sólo podía correr, pero lo hacía mal, siempre en sentido contrario de donde se suponía que podía llegar a ir la pelota o un jugador contrario ejecutando un movimiento de avance peligroso. Servía para pegar, pero de puro bruto que era. Pero nadie le decía nada en la cara, aunque él era plenamente conciente de lo malo que era. La razón para acallar las críticas no era por temor a que Montenegro, esa inmensa masa oscura de músculos, reaccionara, sino porque ninguno de los padres estaba dispuesto a tomar su puesto como entrenador del fútbol infantil. Sabían mucho más que él pero, si no soportaban a sus propios hijos ¿por qué deberían soportar también a los ajenos? Montenegro no parecía tener problema en tolerarlos un rato, un par de días a la semana, aunque no pudiera enseñarles nada. Y como no tenía familia, le servía como excusa para ocupar los fines de semana.
Las razones por las que estaba solo existían, obviamente, y andaban dando vueltas por ahí para quien quisiera escucharlas. Pero los chicos tenía un par de ideas de por qué no tenía ni mujer ni hijos.
“Horrible” y “maricón” eran las causas más sencillas que se les ocurrían a los chicos. Pero algunos, más imaginativos o informados que el resto, tenían un par de historias que podían explicar aquel estado de soltería de su entrenador.
Lo que hacía realmente bien Montenegro, además de ser esa montaña enorme y oscura parada en el centro de la cancha con el silbato en la boca indicando movimientos –lo que, dicho sea de paso, hacía muy mal-, era correr. A pesar de su tamaño era un magnífico corredor a campo traviesa. “Cross country”, dijo algún pibe canchero corrigiendo al resto. Disciplina no muy popular entre los chicos a no ser que fuera cruzando un campo pateando la pelota para llegar a la cancha.
-Estaba haciendo la colimba en la base y se robó guita del casino de oficiales y rajó corriendo a través del campo. Nadie lo había visto y no sabían quién era el ladrón pero le largaron los perros y le encontraron el rastro, y lo alcanzaron, y por las mordidas de uno de los perros perdió una mano. Dicen que cuando llegaron al lado de él los de la policía militar le dejaron el perro para que se la masticara, y le tuvieron que cortar lo que le quedaba porque no se la podían arreglar. Por eso no consigue trabajo en la base como civil.
Ninguno de los chicos sabía de qué trabajaba Montenegro, y estaban tan habituados ya a verlo con una mano menos que el dato recién surge a esta altura del relato.
-Eso es mentira- dijo otro, porque siempre hay otro que dice que es mentira, y hay un montón que no dicen nada y que sólo se dedican a ver cuál de las versiones que se dan es la más sórdida y convincente, la que mejor resultado va a dar para contársela a otros, la que va a poder resistir la embestida de alguno, en otro lugar, que diga “eso es mentira”-. Es mentira, mi viejo me contó cómo perdió la mano. La perdió haciendo la colimba en el sur, la hizo con mi viejo, cuando casi entramos en guerra con Chile en el 78, en el sur, en prácticas de tiro, el uniforme le quedaba grande, las mangas largas, no había un uniforme justo para él, entonces se le enganchó en el cañón después de haber puesto la munición, y el otro artillero no se dio cuenta, y él miraba desesperado sabiendo que su brazo se iba a perder, y que capaz aparecía por Chile, volando por el cielo de Santiago, y sintió el chicotazo de cuando se lo arrancaba, no todo, sólo la mano y un poco más arriba de la muñeca, pero le tuvieron que sacar parejo para que no se muriera... él no se acuerda porque se desmayó al instante. El otro artillero se murió ahí no más, quedó seco.
-Pero no hubo guerra con Chile.
-No, pero él hubiera preferido que sí, al menos tendría un muñón glorioso.
Todos se rieron porque no entendían la magnitud de lo que estaban diciendo. Rieron hasta que a unos e le ocurrió decir que era imposible que a Montenegro hubiera algún uniforme que le quedara grande. Y otro dijo que era imposible que hiciera la colimba en dos lugares a la vez.
-Lo pueden haber movilizada hasta allá por la posibilidad de la guerra. A un primo de mi papá lo mandaron desde Chaco a las Malvinas.
-¡Mi viejo no miente, pelotudo!
Ese era su otro recuerdo de la guerra, o de un comentario sobre ella, o simplemente de alguna referencia hecha hacia su posibilidad en algún momento.
El resto de las batallas que recordaba habían tenido lugar en esa canchita y con Montenegro haciendo como que los dirigía, detrás de la línea de cal.

domingo, 11 de octubre de 2009

Imágenes retro

INÚTIL FUE SU HEROÍSMO*

A los perros no se los podía contener. Cada tirón que daban para ir tras su presa se sentía en las fuertes manos de los peones que los contenían. Los querían soltar, pero la idea que primaba era que los perros sirvieran sólo como rastreadores, para después bajarlo de un tiro.
–Va a escuchar a los perros y va a rajar–, decía Ramón sin mirara a nadie, en voz alta; decía para poder jactarse cuando esto sucediera. –Se va a rajar, y vamos a estar dando vueltas todo el día por el monte sin saber pa’ donde agarrar.
El patrón ya había escuchado sus dichos la primera vez, y si bien no le gustaba demasiado el tonito de suficiencia con el que lo decía, empezaba a imaginar que tenía razón. Pero le molestaba que no se lo dijera directamente, y no sólo en ese caso: lo esquivaba siempre: siempre que Ramón le iba caminando atrás, él, el patrón, se frenaba un poco para que caminaran a la par, pero siempre Ramón se frenaba a su vez; siempre había mantenido una distancia digna de su patrón, como si no lo dejara hacerse el igual.
Por esa distancia que tomaba, al patrón le parecía que lo más lógico hubiera sido la dureza de la confrontación directa, que le hubiera dicho en la cara que lo que estaban haciendo era una burrada, que, o se salía a buscarlo con armas y a ver si se lo encontraba para sorprenderlo (lo que podía llevar días, o no ocurrir nunca), o se largaba a los perros solos para que lo buscaran e hicieran lo suyo.
–Yo les tengo fe a esos perros–. Esa era la elección de Ramón.
Pero el patrón sabía que si se la había pasado tirando comentarios al aire era porque quería que todos se dieran cuenta, por si solos, que la razón la tenía Ramón, no el patrón. Y el patrón ahora sabía que Ramón tenía razón.
–Suéltenlos–, dijo, y lo miró a Ramón.
En la cara de Ramón, los músculos se contrajeron indefinidamente, no sabiendo si expresar satisfacción porque se le hacía caso o bronca porque, una vez más, el patrón se les hacía el igual tomando en cuenta su opinión.
Los perros salieron hacia el monte, sin sentir los tirones en el cuello, dejando a los hombres atrás.
–Vamos– dijo el patrón, y Ramón fue el último en dejar de mirar el monte.
Por esa parte del monte, que Ramón había sido el último en mirar fijamente, se perdió el grupo de perros en una carrera infernal. Ellos podían ignorar los senderos angostos del monte –que el animal no pisaba– y rastrearlo por las zonas impenetrables para los hombres. El poco espacio que había alcanzaba para que los perros, con sus cuerpos esmirriados, se filtraran a toda carrera. Incluso las púas de los arbustos (algunos de ellos aún sin su clasificación en latín) no podían impedir su penetración. Casi podía decirse que habían nacido para eso y que, sólo mientras esperaban que surgiera la oportunidad de demostrarlo, se ocupaban de otras tareas menos honrosas y demandantes como mantener a raya a los corderos o anunciar la llegada de algún desconocido. Claro que, las incursiones de aquel animal en los corrales, de aquel animal que ahora perseguían o buscaban, no habían sido alertadas por ellos: sólo encontraban sus huellas por la mañana, y la sangre de alguna de las estúpidas bestias. Esta falta parecía herirlos en lo más hondo, haciéndolos ladrar y dar vueltas con desesperación. Por eso quizá tiraban tanto de las correas ese día, exigiendo que se los largara para lavar su honor.
Iban lanzados maravillosamente por la zona más oscura del monte, sin un atisbo de luz que les facilitara las cosas a los hombres. Pero ellos no precisaban la luz del sol, al menos no para eso: les bastaba con su olfato y con saber que iban en grupo, lo que, además de envalentonarlos, les confirmaba a cada uno, que el rastro que seguían era el correcto. Y debían confiar en esto, porque no tenían nada más: no había sonido que buscar, porque no lo habían escuchado nunca, no sabían cómo eran sus quejidos o sus desafíos echados al viento: arremetía en silencio, cazaba en silencio, devoraba en silencio, y se iba. Sólo había un olor que acompañaba a las huellas que dejaba, a esas huellas de puma grande, pero... que sólo ellos sabían que no eran de puma, porque el olor eso decía. Pero esto sólo lo sabían ellos, los que habían sido largados para que mataran al puma. (¿Cómo decirle a Ramón que, si bien eran las huellas de un puma enorme y un leve olor a éste, había otro más fuerte que lo hacía casi imperceptible? ¿Cómo hace eso un perro?) Por eso iban lanzados tras el fuerte olor que había en las huellas, en las hojas, en las cortezas y en cada levísima y pesada corriente de aire, imperceptible como el gas si no fuera por ese fuerte olor que la delata.
Lautaro iba al frente de todos, seguro de su velocidad, de su fuerza, de su liderazgo indiscutido. Los nombres del resto se perdían en el plural que era ser seguidores de Lautaro: los que iban con él. El les anulaba su individualidad. Sólo Lautaro se desprendía, por esperanzas y realidades puestas en él, del anonimato de su especie. Y si bien, por separado y en el trabajo diario junto a los peones, uno era uno y otro era otro, tras Lautaro sólo eran el resto que seguía, a donde fuera y sin discutirlo, a Lautaro. Lo había bautizado Ramón, que era quien lo había traído, por alguna clase de reconocimiento a las historias de estas tierras. (Interiormente, albergaba la esperanza de verlo saltar al cuello del patrón, poseído por el espíritu que al llamarlo se evocaba: “Lautaro... Lautaro... Lautaro...”)
Los perros se frenaron de golpe para no tragarse el culo de Lautaro, e inmediatamente se colocaron a sus lados. Lautaro había clavado sus patas al verlo: el olor se había hecho más fuerte, lo que hizo que no lo sorprendiera su presencia. Ahí estaba el puma grande y, sobre una gran piedra en elevación, estaba... No había razonamiento alguno posible sobre lo otro. Los ladridos iban dirigidos al puma, ese era el primer objetivo, o el único, porque aquello era mecánico, instantáneo, de a una cosa por vez, lo otro recién estaría presente cuando el cuerpo del puma grande estuviera vencido.
Los seis perros toreaban al animal, tres a cada lado del Lautaro, que ya no ladraba: sólo olía a su presa, y decidía qué hacer y quién debía hacerlo. De la misma manera que había picado en punta hacia el monte, Lautaro lo hizo hacia el cuello del puma; y de la misma manera fueron tras de él los otros. Su mandíbula abierta no llegó a cerrarse sobre el puma: la garra abrió un surco desde el ojo al hocico para luego cerrar sus dientes sobre el cuello de Lautaro. El sabía que ocurriría así, al igual que los otros. Era la única manera de que seis perros le cayeran encima –con éxito- al puma grande, la única.
Inútil fue su heroísmo. Cegados por las dentelladas que daban, por el gusto de la sangre caliente y el deseo de seguir cerrando las mandíbulas, ignoraron el otro olor: el de la sangre los había ganado. Y Lautaro también la olía, agitándose sobre la tierra, sintiendo las convulsiones que lo mataban. Sus últimos minutos estaban repletos de ese olor fuerte que era el que habían estado rastreando, que era el que recordaba tapando el mucho más sutil del puma en las huellas de los corrales; ahora lo sentía, lo ahogaba, le entraba por lo que quedaba de su hocico y por las heridas que lo desangraban; la sangre de sus compañeros estaba mucho más lejos, el puma grande también, cualquier olor del monte estaba a una distancia incalculable de ése que había descendido de la gran piedra, que se le había acercado, en silencio, sólo con su olor, porque sus ojos desgarrados por el puma grande –ahora cada vez más pequeño– ya no contaban para nada; ese olor que bajaba de la piedra hacia ellos era el único que podía percibirse en todo el monte, junto al ruido de huesos quebrados y carne desgarrada que oía apenas, único rastro de cómo ese olor se devoraba a cada uno de los seis perros, y por último a Lautaro, ya muertos todos: los seis perros y Lautaro.

*Este relato forma parte de Hombres hechos, (17grises editora, Bahía Blanca, 2008. Colección: Literal /imaginaria. ISBN: 978-987-24530-1-5).

Hombres hechos

Mariano Granizo, Hombres hechos
17grises editora, Bahía Blanca, 2008.
128 p.; 10 x 17 cm.
(Colección: Literal /imaginaria)

ISBN: 978-987-24530-1-5 | $ 20.-

“Los relatos de Granizo permiten reconocer esta contingencia como determinante, y manifiestan de cuerpo presente su rechazo enfático a esta política de homogeneización sustractiva de los grados de la escritura, al tiempo que apuestan a la problematización de conflictos materiales”. MC


Mariano Granizo nació en Punta Alta en 1978. Estudió literatura en la Universidad Nacional del Sur. Es ensayista y narrador. Fundó y dirigió la revista de literatura y política La Posición en Bahía Blanca entre 2001 y 2007. Hombres hechos es su primer trabajo narrativo publicado. Actualmente trabaja en la preparación de Matar aburre, su primera novela.