jueves, 3 de junio de 2010

Las manos de un rumano

Se había sentado tras su escritorio a leer el diario. Su rutina laboral era esa. Leía sólo el suplemento deportivo. Cuando recién había llegado al pueblo, arrancaba por las noticias internacionales, seguía con las nacionales y llegaba, finalmente, a las locales, para descubrir ese territorio nuevo en el que estaba viviendo. Con el tiempo, sólo miraba las locales, y después sólo leía de punta a punta el suplemento deportivo, como si el posible desgarro -hasta que realizaran nuevos estudios- de un jugador de la Primera C fuera una información que le resultara necesaria para afrontar el día. Igual lo leía, y como no tenía nada que hacer, no dejaba ningún párrafo de lado. Lo único que tenía para hacer lo podía hacer desde ahí, o hacer como que lo hacía. Y ni siquiera sabía muy bien qué era lo que esperaban que hiciera, ni quién, a no ser que quisiera pensar que Garriozola había dejado alguien para observarlo. Quizá lo hacía sólo para Laura, pero ella nunca iba por el museo. Las otras dos personas que trabajaban con él tenían a su cargo las tareas que aseguraban el correcto funcionamiento del lugar. Viéndolo de ese modo, él era una especie de jefe. Ahí, perfectamente, se podría estar lavando dinero de alguna manera que él desconocía, porque dinero por sus manos no pasaba, ni papeles con cifras anotadas, pero no le importaba. Nadie se quejaba, e incluso nadie indagaba demasiado acerca de qué era lo que él tenía que hacer. Esa era la ventaja: como nadie sabía qué hacía, nadie sabía si lo estaba haciendo. No era una locura, para nadie, pensar que ese tipo sentado tras un escritorio, con un teléfono que, ellos no lo sabían, nunca sonaba, y que leía el diario, tomaba mate, sólo salía de la oficina a fumar al patio y que, de vez en cuando, se paraba a dar una vuelta por la oficina o se asomaba a la ventana con el pucho apagado en la boca y el mate siempre recién hecho y cebado en la mano porque no había otra cosa para hacer, no era una locura pensar que ese tipo, Ignacio, algo hacía. Además, con la muerte del Garriozola mayor y la protección de Laura, así como con la celeridad con que cumplieron el supuesto pedido del Garriozola mayor, el señor abuelo, se le había enquistado cierta impunidad que hacía que todo le preocupara tanto como la situación política entre las dos Coreas, las matanzas de negros en África o las bombas en Palestina.
Y así la pasaba, tranquilo, verde y entabacado. La única razón para que no estuviera en la oficina era una visita al baño, pero enseguida volvía al trabajo, a su presencia en la oficina, porque nunca sabía cuándo podía llegar a caer, no un cliente, porque no había cliente para el servicio que él podía llegar a ofrecer, sino un encargado más alto que él, alguien más encumbrado que él en esa pirámide que parecía tener,
como su base más profunda y casi inmersa en las entrañas de la tierra misma, esa oficina que él ocupaba. Entonces, todo volvía a la normalidad y nadie preguntaba. En el peor de los casos, esa oficina podía ser la cara de un emprendimiento cultural al que le estuviera yendo muy mal, y por eso Ignacio, un empleado que igual estaba tranquilo porque no dejaba de cobrar su sueldo, con ninguna responsabilidad en lo que ocurría, parecía rascarse olímpicamente en su puesto, tranquilo, aguantador, fiel, servil y enajenado.
El único que se aparecía por el lugar era ese tipo que trabajaba para los Garriozola. Era sigiloso como un gato. Podía ponerse junto a alguien y que esa persona sólo se diera cuenta que estaba ahí, que lo tenía encima, porque le escuchaba esa voz susurrante, de calentón, como si le hablara a una mina, ahí, cerca del oído. Pero Ignacio también estaba cada vez más parecido a un gato. O mejor, a una presa atenta a la aparición sorpresiva de cualquier predador. Y ese tipo actuaba como un predador. Le hubiera gustado escuchar eso, por eso Ignacio nunca se lo dijo.
-Correte- le dijo, sabiendo que estaba ahí porque le estaba tapando el aire del ventilador, y sabiendo que era él porque era el único que entraba a la oficina. Cuando bajó el diario, para asegurarse que no se había equivocado y que el predador estaba ahí, como si lo que le hubiera llegado fuera su olor característico a tabaco, imposible discernir ahí del suyo, cuando bajó el diario y levantó la vista, estaba ahí, sonriente, el tipo ese, divertido por descubrir sus aptitudes de presa dispuesta a escapar, atenta al peligro.
Le aclaró con la mano que tenía que correrse hacia algún costado. Él se le sentó enfrente, al otro lado del escritorio, como un cliente.
-Vos sí que trabajás duro, ¿eh?
A Ignacio le pareció un llamado de atención. Era claro que estaba descuidando sus funciones y dejando demasiado en evidencia que era un holgazán en pleno derroche de talento. Sabía que ese tipo estaba ahí por el dichoso cuadro de Laura, pero lo único que le salió hacer fue doblar el diario, dejarlo sobre el escritorio, más cerca de el otro, renunciando a la lectura e invitándolo a leer y compartir su placentero transcurrir. Como una cosa que acontece, Ignacio se sentó derecho y lo miró, sonriente, con las manos descansando correctamente sobre el escritorio.
-Hacete unos mates, la gente que espere-, dijo el otro, que no se burlaba de él sino del lugar y de la tarea, cualquiera fuera la que cumpliera, en la que, por lo visto, estaba fracasando-. Es genial que te paguen igual, aunque te rasqués las bolas a cuatro manos. A mí me encantaría hacer algo así... mataría por un laburo así- y se reía como un idiota, pero intentando contenerse.
Ignacio lo escuchaba desde la cocina, un agujero en un rincón, un tumor que le había salido a la oficina.
-Vos tampoco laburás mucho que digamos, ¿no?- le dijo, porque algo tenía que decirle para no hacer el papel de boludo, ahí, de local, en sus dominios. Se tenía que esforzar más, dado que tenía todo el día sentado ahí con el tiempo para poder preparar todo tipo de respuestas y contraataques fabulosos.
El tipo se rió, ahora desconfiado, distinto a eso que había hecho antes.
-Yo también hago lo mío- dijo-, y cobro, como vos.
Nadie que los viera desde afuera, aunque era dudoso que alguien los mirara, o no miraban hacia dentro de la oficina, como si la ventana estuviera tapiada hacía años, o hubiera amanecido extrañamente clausurada, mirando sólo los ladrillos, una triste pared, nadie podría decir que contribuían al progreso de la nación. Por supuesto que ninguno de los dos lo hacía.
-Justamente-dijo Ignacio.
El otro, quizá ya un poco aburrido de Ignacio, le confirmó que “la señorita Garriozola” iría por su “atelier”. “¿Atelier?”, preguntó Ignacio. “Sí, por tu taller”, le dijo el tipo. “Ah, bueno”, le dijo Ignacio.
En el pueblo no había nada que Ignacio pudiera hacer al margen de las horas que ocupaba en la oficina y en lo del rumano, así que resultó todo un hallazgo saber que tenía un atelier. Pero todo eso, incluso las espaciadas visitas de ese tipo y las noticias de Laura o los escasos roces con ella, le parecía una dádiva de Laura o del desaparecido aunque omnipresente señor Don Garriozola mayor. Amén. Garriozola padre o hijo, ahora daba lo mismo. Y cuando en el diario ya no le quedaba nada por incorporar del mundo del deporte, y la radio no tenía ninguna transmisión de fútbol, básquet o carreras, se volvía a donde todo había comenzado y resumía su breve e intrascendente historia. Cada vez le quedaba más claro que no tenía nada de qué enorgullecerse. Pero tampoco tenía mucho que rescatar. Finalmente, lo hacía todos los días, concluía que no debía considerar como real nada más que aquello que fuera resultado de su llegada, quizá no definitiva, a los pagos de los Garriozola.
No supo por qué se bañó para esperarla. Se sentía ridículo, como un nenito que se perfuma porque está por venir la chica que le gusta. Se trajo del museo un atril para ocupar un poco de espacio y compró un cuaderno de dibujo y algunas carbonillas. Y la esperó, bañadito y fumando, haciéndole el honor a la botella de whisky recién abierta.

Llegó y llenó de taconeo la habitación.
-¿Y el tipo ese que me visitó?-le dijo, como para empezar de alguna manera a distanciarse del aroma que le había quedado en la nariz al alejarse del rostro de ella. Se refería a él como si apenas lo hubiera visto una vez en su vida.
-No tengo chaperona.
-¿Asistente?
-Dale, asistente. Le encantaría eso de asistente.
-Me imagino.
Se sentó en la silla que Ignacio había estado ocupando. Se puso a fumar su cigarrillo y se terminó su whisky. Abusiva.
-Estuve analizando las indicaciones que me pasaste-le dijo, mientras le ponía un vaso en la mesa y vaciaba el cenicero.
-¿En el trabajo?-dijo Laura, y no dejó de sonreír, y se acomodó la pollera.
-No, nunca. Me tomo muy en serio mi trabajo.
-Me imagino.
-¿Querés ver algunos bocetos que hice?
-Claro, a eso vine, ¿no?
Le sirvió un whisky. Movía inquieta el pie, jugando con el zapato que colgaba de sus dedos. Ignacio revolvió algunos papeles que tenía en su habitación. Estaba llevando a adelante la farsa del tipo comprometido con el arte. No había hecho ningún boceto, ni había pensado en las indicaciones que ella le había dado, pero debía aparentar cierta responsabilidad como para que aquello durara el mayor tiempo posible.
-No los encuentro. Creo que me los dejé en el museo. Pasate por ahí en cualquier momento y te los muestro.
Laura sonrió y siguió con lo de su pie.
-Dejá, no hay problema. Yo paso por ahí si querés.
Ignacio se sentó junto a ella a tomar su whisky. Ya estaba más tranquilo. Esa sensación le era común cada vez que conseguía liberarse de algún momento problemático en su vida. Liberarse o patearlo para adelante al menos por un rato.
-No quiero el cuadro-le dijo ella, que no dejaba de mover el zapato. Ahora Laura prestaba atención a eso que su pie hacía con el zapato, como si recién lo hubiera descubierto.
-¿No? ¿Y entonces?
-Vamos a regalarnos un recreo, los sábados, acá.
-Los sábados... bien...
-Bien-dijo ella, no a él sino a modo de conclusión de sus propios asuntos privados, y arrojó al piso el zapato que colgaba, se quitó el otro del mismo modo, y fue caminando hacia la pieza.
Ignacio ya no pensaba en que no iba a cobrar un peso. Ya no le importaba. Al menos ahora ya no debería esforzarse en pintar ese cuadro y, como si fuera poco, la volvía a tener en su cama.

Unos días después Laura entró al taller acompañada del sujeto. Cuando Ignacio iba a cerrar la puerta se encontró con que el tipo metía el cuerpo en la pieza, de costado, filtrándose, con una sonrisa falsa colgándole de la quijada.
-Chaperona-dijo Ignacio, y cerró la puerta, menos entusiasmado ya de lo que estaba al abrirla.
-Ni se te ocurra repetirlo, no quiero una escena desagradable hoy- le dijo ella. Se había cuidado de decirlo en voz baja, sólo para ella, que se había quedado a su lado. El tipo ya estaba junto a la mesa sirviéndose un whisky en el vaso que Ignacio había dejado para Laura.
-Te juro que no voy a dejar que me provoque-le dijo Ignacio al oído, y sintió su perfume, y puteó al otro en silencio.
Se sentaron cerca de la mesa y él los observó desde la puerta.
-Bueno, ¿qué hacemos ahora, lo pinto a él?
-Vení-le dijo Laura y lo atrajo hacia ella con un movimiento de su mano, que todos sabían era irresistible-. Tenemos que hablar.
Fue hacia ellos, sabiendo que esa noche no cobraba de ningún modo y que, en cambio, quedaría con un debe inmenso.

No se quedaron más de media hora. Habló en todo momento el tipo ese. Ella parecía estar sólo para asegurarse que lo recibiera, que le abriera la puerta y lo escuchara. Mantenía la calma entre ellos y ejercía sobre Ignacio una influencia tremenda, tanto que no podría resistirse a aceptar la propuesta. De pintar el dichoso cuadro había pasado a acostarse con ella y, como si fuera natural en ese orden tramposo de las cosas, ahora aceptaba viajar al balneario. Por supuesto que ella no iría. Ahí se terminaba todo entre ellos. Nunca se sintió un empleado tanto como esa vez.
Dejó pasar un rato luego de que se fueron y se apareció por lo del rumano. Iba a pasar ahí todas las noches que le quedaran hasta que tuviera que partir: era el único lugar donde sabía que tendría lejos de él a Laura y su chaperona.
“Asistente... váyanse a la puta que los parió...”
Suponía que si cumplía con lo poco que le había pedido iba a poder volver rápido al pueblo, al atelier, a esperar la próxima visita de Laura. Pero lo que le pedían era una locura, no tenía nada que ver con lo que él hacía. “No sé qué se piensan que soy estos hijos de puta...”
Aún no había nadie en las mesas ni en la barra. Se fue tranquilo a su mesa del rincón y esperó que el rumano fuera hacia él. Mihai no tardó en acercarse. Llevaba dos vasos y una botella de caña de durazno.
-Es lo que me gusta a mí. Hoy vamos a tomar esto. Yo invito-le dijo.
No recordaba que le hubiera hablado nunca. El rumano se limitaba a clavar sus miradas cara a cara o desde la barra si se había dado cuenta tarde que alguien era o corría un gran peligro.
-Bueno. Si insiste.
Nunca lo había escuchado decir una frase completa. Sólo largaba cada tanto palabras sueltas que no dejaban reconocer una complicación para pronunciar. Ignacio había dado por sentado que, si no hablaba con fluidez, era porque tenía aún problemas con el idioma. Tenía una voz gastada, gutural. Pensó cada palabra que dijo, y las dijo tan bien que parecía haber nacido en Tandil.
-Esa señorita que buscó a usted... Esa señorita es problema grande. Garriozola. Cuidado con esa gente.
Tomó su medida de caña de un trago. Ignacio tuvo que hacer lo mismo. Sintió el gusto dulce en la boca, pero luego le quemó un poco en la garganta. Era el anuncio de una trampa mortal.
-Cuidado.¿Conté historia alguna vez de arquero Estrella Roja Bucarest? ¿No? Bueno. El Estrella ganó campeonato de clubes de Europa año 1986. Mucha alegría en Bucarest. Pero arquero cometió error grande. Habló contra el régimen. Denunció a Ceausescu. Gran poder Ceausescu. Recién derrocado 1989. Faltaba mucho. Cuando el club volvió a Bucarest le pidieron explicaciones a arquero. No tendría que haber hablado. Se manejó mal. Una tontería hizo. No tenía por qué ser héroe así, ya lo era con el triunfo. ¿Usted recuerda que ante River Plate de Argentina no jugó? No era el mismo arquero. ¿Sabe lo que pasó? ¿Sabe?
-¿Lo encarcelaron?
-No.
-¿Lo mataron?
-No. Eso es muy simple. Hasta le diría que es algo bueno para que a uno ocurra. ¿Sabe qué es lo que pasó con ese muchacho?
Mihai no esperaba sus respuestas. Hacía las pausas para beber de un trago su medida de caña y llenar de nuevo el vaso.
-No-. Ignacio contestaba para hacerle más fácil el relato.
-Dejó de atajar. Ni preso, ni muerto. No viajó a Japón a jugar con River Plate. Le cortaron las manos. Eso le hicieron. Pero a Ceausescu también le llegó su momento, igual que a su esposa. Le cortaron las manos al pobre muchacho. ¿Y sabe por qué?
-¿Por traidor?
-No. No sabe. Usted no sabe. Le cortaron las manos porque se había metido en un lugar donde eso se convierte en una posibilidad. El problema no es dónde uno se mete, sino cómo se maneja cuando está dentro. Recuérdelo. Tome hasta donde quiera. Buena suerte.
Mihai se paró y lo dejó solo con la botella de caña. Se fue tras la barra y no le prestó más atención esa noche. Sólo estaban ellos dos. No había necesitado la excusa de un cliente para dejarlo.
Un rato después, cuando Ignacio ya se estaba acostumbrando a la engañosa caña de durazno, comenzaron a caer rostros conocidos del lugar. A esa altura ya los veía con algo de dificultad.

Los tipos con suerte no se corrompen

Ella sabía que lo podía encontrar a esa hora en lo de Mihai. Y él sabía que lo estaba buscando, que quería hablarle sobre algo que ella aún no había echado a rodar por el pueblo. Ni lo haría. Por aquel tiempo, él tenía la sensación de que algo ocurriría, algo que tocaría al mundo entero o sólo a él, eso aún no lo tenía muy claro. Pero esa sensación lo acompañaba continuamente. Si ocurría algo, bien, y si no, también. Al menos lo mantendría en guardia. Ni bien entró quedó en evidencia que ese no era el lugar donde ella debía estar. Al menos no sin consecuencias. Al entrar, las consecuencias sólo podían ser suyas. Lo mismo al caminar rumbo al bar, al estar dando vueltas sola por esas calles. Pero cuando se paró frente a Ignacio, le sonrió y se sentó a su mesa, las consecuencias le dieron alcance, y eso lo preocupó, porque él había tratado, en lo que llevaba de vida en ese pueblo, de mantener las consecuencias de sus actos lo más inocuas posibles. Vivir es fácil, le había dicho su padre una vez, lo difícil es encontrar una muerte digna.
No escuchó las groserías que seguro le habían dicho desde que entró hasta que llegó a su mesa; dichas por lo bajo y a los compañeros de bebida más cercanos, cuidando que ella no escuchara porque no dejaba de ser quien era y, mal que mal, alguno siempre había que podía contarles al resto, hato de ignorantes, quién era esa mujer. Él está medio sordo, dice siempre a modo de excusa o atajándose, y cuando toma, se le relaja completamente lo que le queda de oído. Aunque quizá sólo sea su atención la que se relaja hasta diluirse por completo. Para lo que hay que escuchar... Pero vio las miradas que le echaron. Y como para no echárselas. Estaba ahí, y era casi una obligación. Eso sí no se podía evitar, por más que fuera quien era. Cuando la vio acercarse a su mesa, sonriente y con el bolso entre sus manos siempre perfectas, su mirada se derramó por sus piernas hasta sus sandalias. Demasiado alto el taco para el lugar: creaba todo un preconcepto. Supuso Ignacio que debió haber taconeado desde que entró hasta que llegó a su mesa; lo hacía fuerte y seco, siempre, para calentar, cruzando el piso de madera ya muy sucia y trajinada a esa hora pero lustrada todas las noches por Mihai, ese rumano parco que de algún modo misterioso siempre tenía lo que se le pedía, que desconocía el nombre de todos, que reconocía quién podía causarle problemas en el local esa noche y quién podía llegar a causarlos siempre pero que, por más que diera esos avisos, nunca, jamás te sonreía. No le parecía entretenido que la gente bebiera y se arruinara o que se complicara en cosas que fácilmente podían evitar quedándose en casa, como a él le hubiera gustado quedarse, allá en su pueblo, antes de haber sido reubicado en el 88 en esas espantosas viviendas colectivas que el régimen había construido para los campesinos.
Se acomodó la pollera con la mano, acariciándose la parte trasera de uno de sus muslos al sentarse, y cruzó las piernas. No había dejado de sonreír un segundo, como si quisiera decirle a Ignacio “¿Viste que vine? Te encontré”.
Las consecuencias de todo eso podían ser bravas, así que se la llevó a la calle, no fuera a ser cosa que Mihai se hubiera olvidado de hacerle notar quién era un peligro ahí. Sintió el aire fresco de la noche en la cara y el zumbido en los oídos. Volvía a escuchar lo que le rodeaba, y le dijo que podían ir a un lugar donde ella pudiera estar mucho más tranquila. Eso de estar mucho más tranquila era porque sabía que la estaría liberando de sus propias consecuencias, dejándolo sólo librado a manejar las suyas.
Se fueron más al centro, donde era, por la noche, más común verla a ella que a él. Se había equivocado, ahora las consecuencias continuaban siendo para ella, lo serían al otro día y ya en los murmullos de las mesas que los rodearían, pero él no podría hacer nada con eso. Las consecuencias para él, de ahí en más, sólo podían ser beneficiosas.
La bebida era de mejor calidad, pero no se comparaba con la información siempre útil que podía brindar, con un solo gesto, Mihai. La cara del mozo sólo le transmitió su sorpresa y desconcierto. ¿Tan mal se vería? Igualmente era sólo una circunstancia la que lo llevaba a ese lugar. Bebedor eventual. Ella le dijo lo que quería, lo que “necesitaba”, así lo dijo, y le preguntó cuánto le iba a costar. Le tiró cualquier cifra sabiendo, ambos lo sabían, que pasarían cosas que llevarían a que ni él exigiera la cifra ni a que ella insistiera o pensara que todavía era necesario pagarla. Les había ocurrido muchas veces eso, lo que era prueba cabal de que Ignacio era un idiota porque ella podía pagar cualquier cifra que se le pidiera.
Si hubieran estado aún en lo de Mihai ella se habría parado luego de terminar la charla, dejándolo continuar con lo que él estaba haciendo antes que ella llegara, tan ocupado y reconcentrado que estaba, pero como se habían salido de su territorio para meterse en el de ella (las vanas ilusiones que tenía Ignacio de pensar que algún territorio en la ciudad no le perteneciera a Laura), se tuvo que parar él, dejándola terminar lo que estaba tomando. Se volvió a su casa, porque lo del rumano le quedaba muy lejos como para continuar con sus importantes asuntos nocturnos.

Cuando le llegó el texto al museo, metido en un reluciente sobre Manila, no lo abrió. Lo metió en un cajón, para que se apretujara y perdiera con otras porquerías. El sobre no tenía remitente, y no lo necesitaba. No le podía llegar un sobre de nadie más. Él sabía de quién era, y sabía lo que contenía. Lo único distinto que le podía ocurrir en esos días provenía de ella. Pero aún no lo quería abrir. No quería, todavía, estar del todo comprometido. Prefirió no acelerar las consecuencias.
Por la tarde, al salir del trabajo, dio unas vueltas por el centro, cerca de donde sabía que podría llegar a estar ella. Pero no la encontró. Finalmente se dio cuenta que si quería generar algún tipo de contacto debería abrir el sobre y ver de qué se trataba lo que le estaba pidiendo. Ella misma era lidiar con las consecuencias, y él sabía que valía la pena.
Hizo un gran esfuerzo y caminó hasta lo de Mihai con el sobre en la mano. Tenía el destino entre sus manos. Se premió de inmediato, sentado a una mesa del rincón.
Había esperado encontrarse con su hermosa letra, redondeada y grande, pero se ocupó de colocar una extraña distancia entre ellos escribiéndolo todo con una máquina de escribir. Uno de esos detalles de antigüedad y exotismo a los que tan afecta era. Así restituía la exigencia profesional, el pedido basado en lo comercial que le había hecho. Eran unas indicaciones demasiado completas como para pensar que el cuadro pudiera ser suyo. De entrada ya se lo había arrebatado. Eso le quitaba las ganas de comenzar a trabajar. Pero el pago reavivaba un poco el ánimo. Sobre todo, la idea de trocar el pago por otro placer.
Desde un par de metros hacia arriba y a la derecha se ve la perspectiva. Es un terreno en una calle que está rodeado de casas a los dos costados. Hacia la izquierda, vemos el paredón. Hacia la derecha, la casa vecina sólo está sugerida. Paredones de un blanco grisáceo, un blanco quizá un poco sucio por el paso del tiempo y la imposibilidad de atenderlo continuamente. En una casa normal de barrio no se puede hacer eso. Es en el barrio La Malva. Si no lo conocés podés darte una vuelta por ahí. No vemos la vereda. La parte inferior del cuadro nos muestra un paredón de no más de un metro de altura que en el centro tiene una puerta baja de hierro. La puerta es tan blanca como el paredón. Blanca pero con rastros de óxido. El paredón es casi igual en color con el paredón del costado izquierdo. La casa está en el fondo del terreno. Para llegar a ella, hay un sendero de piedra que termina en la puerta de la casa. La puerta es de chapa, y es blanca. Las paredes, con ventanas a ambos lados, son de un celeste que se confunde con el del cielo. Incluso algunas partes descascaradas de las paredes parecieran ser nubes tan blancas como las que aparecen en el cielo. Las misma ventanas cerradas, con persianas blancas, parecieran ser nubes perfectas en su forma. La luz es de las tres de la tarde. El hombre que cruzará el sendero proyecta una pequeña sombra que se le cae del cuerpo. A los lados del sendero, un césped bien cortado, aunque descuidado en su cultivo. No está extendido del todo parejo, pero cubre de verde el suelo. A cada lado de la blanca puerta de entrada a la casa, bajo las paredes de la casa hay canteros con algunos malvones en flor. Superando la mitad del sendero, a un par de metros de la puerta de entrada, un hombre está llegando. Viste traje oscuro, tiene la cabeza inclinada y se está quitando el sombreo con la mano derecha. Se parece a papá. A papá en su juventud. Mejor dicho, a mi abuelo, por la ropa y la época. Es mi abuelo. Su mano está llegando al sombrero, lo está tomando, pero el sombrero aún está en su cabeza. Vuelve de trabajar, con ese aire con que vuelven de trabajar los que viven en el barrio La Malva.
Guardó la descripción en el sobre. Le pareció que iba a necesitar que ella estuviera con él cuando lo pintara. Sería insoportable seguir esas indicaciones como un simple empleado.
Mihai, al renovarle la bebida, miró el sobre y puso esa cara, la cara que solía usar para advertirle que eso que estaba ahí, como algunos de los que aparecían por el bar ciertas noches, como la mayoría de las personas que se acercaban a Ignacio, le podía causar problemas.
Y Mihai nunca se había equivocado antes.

Apareció por el museo, sonriente como siempre, y comprendió por qué había agarrado viaje en ese asunto sin pensarlo dos veces. Le preguntó cuándo lo podía tener listo y él le dijo que no lo apurara, que primero tenían que hablar un poco más sobre lo que quería. Ella le dijo, sin dejar de sonreír -nunca dejaba de sonreír, con esa dentadura blanca y perfecta, y eso era aterrador a veces-, que no había nada para hablar, que estaba todo en el sobre que le había dado.
-Esto no es como buscar a una persona sólo con unos datos que te dan en un sobre.
-No-le dijo-, esto es más fácil.
-¿Y si es tan fácil por qué no lo hacés vos?
-Ay, Ignacio, no empecés, para vos es mucho más fácil hacer esto que salir a buscar a una persona por ahí. De sólo pensar en que tendrías que salir a la calle y hacer preguntas decidirías quedarte en casa.
Lo adulaba un poco y le desarmaba cualquier pretexto. Era su modo habitual de actuar. Era flor de hija de puta. La puta más maravillosa del pueblo. El rumano nunca se equivoca. Jamás.
Estaba preciosa, y fue quizá por eso que no insistió en echarse atrás. Además, no es común que alguien lo busque y le diga, insistentemente, que él sabe hacer algo casi de un modo natural. Bueno, el rumano se lo podría llegar a decir, que chupa y se mete en problemas casi de un modo natural.
-Igual, lo de tu abuelo no significa nada para mí.
Visualmente, a eso se refería.
-Ah, eso. Bueno, tomalo como una pequeña libertad. Imaginátelo. Igual, conocés a papá. Son iguales. Pintá a papá y listo. Yo sé que eran iguales a esa edad.
-No lo tengo tan presente a tu viejo. No lo veo mucho. No vamos a los mismos lugares. Igual me gustaría que te dieras una vuelta, por esas cosas que por ahí no están claras.
-Me lo imagino.
Nunca dejaba de sonreír. Era fascinante.
-El sábado paso por tu casa.
-Yo pinto de noche.
-También me imaginaba eso. Nos vemos el sábado.
Cuando se fue se dio cuenta lo solo que estaba en el museo.

El abuelo de Laura Garriozola, a quien Ignacio no había llegado a conocer en persona y a quien, sin tener una fotografía que se lo sugiriera, no podía pintar respetando lo que Laura le pedía, había engendrado al padre de Laura, que era quien le había conseguido el trabajo en el Museo. Espacio Municipal de Arte lo llamaban. Bueno. Él había dejado de estudiar pintura y Laura, compañera en la escuela, le sugirió que podía conseguirle algún trabajo en el cual se sintiera gustoso. “¿Gustoso? Bueno”, le dijo. En realidad se hubiera sentido a gusto haciendo cualquier cosa, aunque era esa para la que tenía cierto curriculum que, con buena predisposición, alguien podría hacer pasar como suficiente. Y ese alguien debía ser el abuelo de Laura Garriozola, Don Garriozola, a quien no conoció porque murió un tiempo antes que le comunicaran que tenía el trabajo. Don Garriozola había podido hablar poco con la gente a la que le concernía su designación, así que fue Laura quien se encargó que los deseos del abuelo no fueran olvidados o desatendidos.
Entonces, ¿cómo no pintar para Laura?
La principal excusa para aceptar el trabajo en el museo había sido que cualquier otro trabajo lo hubiera llevado a dejar de pintar. Al menos esa, en un principio, había sido la excusa para dejar la escuela. Un trabajo de oficina, por eso rogaba él. Eso buscaba. Pero ella opinaba que no debía estar alejado de la actividad artística para no distraerse, aunque tampoco completamente metido en alguno de sus círculos complementarios para no agotarse. Eso decía Laura, que parecía divertida por, al fin, tener algo con qué entretenerse. Ignacio había negado rotundamente la posibilidad de dar clases, y ella hizo lo mismo, aunque fue ella la más decidida a negarse, por ser un trabajo que lo anularía como artista, según decía, dejándolo al nivel pobre de sus alumnos. Él no tenía nada para decir sobre eso: sólo quería sentarse, tranquilo, en algún lugar, y esperar que llegara fin de mes.