domingo, 11 de abril de 2010

La conciencia del elemento

Habían pasado ya varios días desde que lo habían arrojado en esa casa semivacía. Habían hecho todo lo posible por transformarla en una celda, pero aún llevando a cabo esa intención de cambio no había perdido completamente las características de una casa. No llegaba a tener el aspecto de un agujero en el que lo dejarían morir esperando el pago de un rescate, y eso era lo que le había evitado caer en la desesperación desde el primer instante en que fue conciente de donde estaba. O quizá fue otra cosa: la situación que vivía desde antes del episodio que desembocaba en su estadía en esa, su celda. No había nada en ella con qué entretenerse, salvo una radio que había sido elegida especialmente para esas circunstancias; un viejo aparato que sólo sintonizaba AM, limitándolo a una sola señal que llegaba con claridad en el día, espectro que se abría notablemente por la noche, con las señales yendo y viniendo, en medio de una entrecortada fritura. Lo habían dejado allí para algo. Estaba seguro que no lo matarían rápidamente ni lo dejarían morir lentamente: demasiadas molestias se habían tomado, y no lo habían maltratado en absoluto durante la captura.
Pero él no pensaba en un secuestro. Tuvo al principio miedo de que se tratara de aquellos a los que había estado esperando desde hacía algún tiempo. Sabía que tarde o temprano debían dar con él. Era inevitable. No podía burlar su búsqueda eternamente. Pero con el paso de los días -y al sentirse, dentro de todo, bastante bien tratado- supuso que no podrían ser ellos. No lo habían golpeado, sólo le habían apuntado con un arma y lo habían dormido haciéndole oler un trapo húmedo. De haber sido ellos ya hubieran intentado hablar con él, sacarle información, sacarle el jugo lo más que pudieran, o mostrarlo ante las cámaras para que todos vieran que ellos, contra todo lo que pensaba la gente, hacían bien su trabajo, claro que respetando los tiempos necesario para una buena investigación sin dejarse ganar por la impaciencia de periodistas y público en general.
Cuando se dormía, entraban y le dejaban comida. La encontraba al despertarse. Agua no le faltaba porque las canillas funcionaban. Incluso se había podido duchar y ponerse la ropa que le habían dejado mientras dormía. Los había escuchado entrar un par de veces, cuando ellos lo creían dormido. No hablaban, pero se había dado cuenta que al menos eran dos: uno que quedaba en la puerta y otro que le dejaba la comida o la ropa sobre la mesa.
En un primer vistazo que había echado a la casa no había encontrado nada extraño. Se levantaba cuando presentía que no iban a entrar. Sabía que la puerta estaba cerrada con llave porque los había escuchado cerrarla. Había preferido no averiguar si esto era cierto. Había electricidad, lo comprobó de día, pero por la noche prefería no encenderla y sólo dormir. De día, algo de luz se filtraba desde afuera, y se atrevía a reforzarla con la lámpara que colgaba del techo. Buscó algo con qué entretenerse (más allá de la radio que lo aburría enormemente, que se perdía en una señal que no dejaba de resistirse a ser captada) y echó una nueva mirada a la casa, como si esperara haberse olvidado de mirar en algún rincón. Ahí se dio cuenta que no se trataba precisamente de un rincón donde se había olvidado de mirar el primer día, sino del techo de una repisa vacía cuya única función era crear en él la sensación ilusoria de que no estaba en una celda. Nunca había sido demasiado curioso, conformándose habitualmente con las cosas dadas o rechazándolas por completo e ignorándolas, que es prácticamente lo mismo, lo que explicaba que en su exploración se hubiera limitado a los lugares que se veían a simple vista, dejando esa superficie ignorada. Se subió a una silla y ahí encontró algunas cosas que no había imaginado encontrar. Se alegró como si hubiera dejado de fumar y encontrara, a las tres de la mañana y en plena crisis, un cigarrillo roto en un rincón o que mágicamente había rodado bajo la cama manteniéndose a salvo como reserva inhallable. Sólo había encontrado un par de libros sobre la repisa. Su alegría, obviamente, era desmedida, pero un elemento nuevo en la escena sabía que lo mantendría, al menos, entretenido por un rato. Uno de los libros era una vieja novela de misterio. La leyó un rato, pero esas historias tan inglesas, de crímenes que se resolvían con el uso de la inteligencia y la deducción de algún policía profesional o de vocación le habían parecido siempre demasiado estúpidas. Casi treinta años de argentino le habían demostrado que esto no era otra cosa que pura literatura fantástica o la utopía de racionalistas que soñaban con el orden y reglas claras por sobre todas las cosas. Acá, por supuesto, nadie encontraba a nadie y ni siquiera lo buscaba. El otro era un libro de cuentos muy distintos en su temática. Cualquiera diría que eran los dos del género policial, pero este último, el de cuentos, no tenía ni policías, ni detectives, ni nada que se le pareciera: sólo criminales haciendo lo suyo, muertes por todos lados y de todo tipo. Las muertes empezaban ya en la tapa, donde un hombre yacía aparentemente sin vida sobre un piso embaldosado y cerca podía verse aparecer una mano portando un arma humeante. Todas sutiles sugerencias del desconocido autor, Luis Salazar, y la -para él- ignota editorial de la zona.
Del mismo lugar del que había sacado los libros, sucios en el centro de sus márgenes por la grasitud y la transpiración de dos pulgares que los habían retenido uno de cada lado, firmes y mugrientos, lo justo de mugrientos para el género, de ese mismo lugar, en lo alto del armario, en su parte superior que no se podía ver, en esa meseta escondida y tan mugrienta como los pulgares que le hacían honor a la vieja novela inglesa y a los relatos criminales, de ese mismo lugar tomó la bolsa llena de polvo. Contenía un juego de ajedrez y un viejo libro para el jugador principiante.
La casa, por los elementos que tenía, parecía más una biblioteca que una cárcel: tres libros contra un único prisionero. Estaba condenado a sumergirse en un único género literario.
Tomó al libro de ajedrez como una invitación para intentarlo. Tiempo le sobraba para poder aprender, o al menos para intentarlo. Era mejor pensar que siempre habría tiempo para todo.
Sacó todo de la bolsa y lo dejó sobre la mesa.
La práctica del ajedrez se le hacía acorde a su situación, recluido como estaba en esa casa sin hacer nada. Parecía un espía, en plena guerra fría, esperando para actuar. Esperaba la orden para cumplir con su misión a uno u otro lado de la cortina de hierro. Era eso o jugar al solitario con un mazo de cartas, o a algún juego con su compañero. Pero no tenía ni cartas ni compañero. Y él sabía que no era un espía.
Sólo se le presentaba un problema: su incapacidad, de la cual era plenamente conciente, para visualizar y programar hechos encadenados que lo llevaran a provocar otros y así lograr un cometido final. No podía planificar una estrategia, sólo hacer lo instantáneo sin poder manejar nada más allá, demasiado lejos para él de lo que hacía en el momento. Quizá por eso estaba ahí, guardado lejos del mundo. En el ajedrez todo era pensado, y era un juego con las reglas demasiado claras y preestablecidas. Nadie podía violarlas o ignorarlas. No había ninguna posibilidad de que ocurriera algo extraordinario, algo que los jugadores no previeran.
No era para él. ¿Acaso él no había sido presa de un acontecimiento extraordinario? ¿Acaso una bomba, que no le pertenecía, no lo había lanzado en una sucesión de situaciones que, por lo visto, lo habían llevado hasta allí? ¿Acaso no era posible que alguien apuñalara a uno de los jugadores, o que a uno de ellos le reventara el corazón en medio de la partida? Todas estas cosas no entran en el sistema de pensamiento de quien juega al ajedrez porque, antes que nada, asume y fortalece las reglas que le aseguran un orden para poder desarrollar su juego.
Una bomba es la gran apertura de la partida perfecta. Ahora veía con claridad la jugada ajena, la mujer llegando a la cola del colectivo y planteando su inocente duda: “¿El boleto se paga arriba o en ventanilla?”; la sencilla respuesta de que el destino de la mujer la llevaba a la ventanilla; el favor irrechazable a una anciana de cuidarle su bolsa; la irracionalidad de la mujer al no llevar con ella su bolsa y dejársela a un completo extraño; la demora de la mujer; el peso extrañamente excesivo de la bolsa, extraño porque sólo asomaban de ella unos ovillos de lana verde brillante, la más brillante que había visto nunca, con unas agujas de tejer atravesando uno de los ovillos; la demora de la mujer; los pasajeros subiendo y él cediéndoles a todos su lugar, con la bolsa ajena a su cuidado entre las piernas. También veía cómo se había cansado de esperar por la mujer y había dejado la bolsa en la boletería, no sin previo aviso a la chica que no paraba de vender, mecánicamente, los pasajes. Se veía sin encontrar a la mujer por ningún lado. Se veía corriendo para alcanzar al colectivo antes que este cerrara definitivamente su puerta. Había viajado lamentándose de no poder decirle que no a una mujer mayor, y la había buscado con su mirada entre la gente apiñada en el colectivo. La buscó entre los que iban sentados y los que iban parados como él y, en cierto modo, recién la encontró, en la plenitud de su jugada maestra, en los muertos que había causado la explosión, en la destrucción que la televisión le mostraba, por primera vez en su vida, tan cercana a él. Luego de eso, no dejó de escapar. Eso ya no lo veía.
¿Acaso un jugador mediocre no puede hacer una genialidad determinado día y volver luego a ser el mediocre que era antes? Él lo ha visto en algunos partidos de fútbol, donde algunos tipos a los que usualmente les cuesta acertarle con un pelotazo a la cancha, es decir, no tirarla afuera sistemáticamente, los ha visto, de repente, tirar un caño, o gambetear a un rival o tirar un sombrero, o hacer simplemente un gol que, en el caso de ellos, se vuelve un golazo por ser ellos quienes lo hacen. ¿Y qué pasó ahí? ¿Cómo se explica eso? Su padre le decía que los que juegan bien son ángeles en la cancha, pero que los que son terriblemente malos, el día que hacen algo extraordinario, no son ellos, sino Dios interviniendo en el juego. Los habilidosos nunca son Dios, sino los limitados cuando te sorprenden. (Hablaba mucho de Dios su padre. Decía que Dios se valía, para intervenir, de todo aquello en lo que el hombre cree, que Dios se adapta a la puntería caprichosa de las creencias humanas. Pero para el hijo, Dios era como los médicos, no valía la pena pensar en él hasta que no fuera necesario.) Pero el ajedrez es el juego del orden, sin dioses y sin ángeles; implica un orden, necesita de un orden inmutable, estricto; un juego que sirve para pensar ese orden y para pensar dentro de sus límites, pero no para pensar cómo salirse sino sólo para pensar cómo triunfar dentro de él, sin la necesidad de derrocarlo.
Sobre la mesa estaban la bolsa, la caja con el tablero y las piezas y el manoseado libro. La bolsa le hizo acordar a la de la vieja en la terminal, y la quitó de la mesa para no volver a eso. Aunque si pensaba mucho en lo ocurrido por ahí le era útil, por ahí llegaba mucho más lejos de lo que había llegado. Abrió la caja y adentro había un tablero plegable de cartón y diminutas piezas de plástico. Tomó el libro. Era un librito delgado semejante al manual para usar una máquina complicada. Le miró tapa y contratapa y lo volvió a dejar sobre la mesa. Ese era un juego para gente esperanzada, y él no era así. No tenía sentido siquiera intentarlo.
Pero un rato después, y para evitar comenzar a pensar en el Dios de su padre, con unos mates recién hechos, porque ahí tenía para hacer mate gracias a sus atentos captores, estaba sentado a la mesa listo para intentarlo.
Una lámpara de 40, en medio del comedor, caía sobre el tablero en el que el prisionero estudiaba, o simplemente miraba, como un idiota, los movimientos posibles de las piezas en los escaques. A su lado tenía el librito. Avanzaba y volvía por sus páginas, de los movimientos básicos de cada pieza a las aperturas, de las aperturas o alguna mini partida que aparecía descripta (porque era impaciente y no aguantaba esa etapa del simple, complejo y necesario aprendizaje), a algún párrafo en el cual estaba cifrado, por el autor, el modo de comprender cómo se leía la descripción de dichas partidas.
La casa estaba, solitaria, casi cayéndose del pueblo, pero eso él no lo sabía. Aunque gritara pidiendo ayuda nadie podría escucharlo. Pero él ya había superado hacía mucho tiempo esa etapa en la que se pide ayuda a los demás, mucho tiempo atrás, en los instantes siguientes a reconocer su parte en la explosión. Habitación, cocina comedor, baño, jardín al frente y patio trasero con una pileta para lavar la ropa. El jardín del frente lo vio a través de los resquicios que dejaba la persiana cerrada. Vio el jardín y vio a uno de sus captores, supuso, dando vueltas por el frente. El patio trasero lo conoció al darse cuenta, una mañana, que la puerta que daba a él estaba sin llave. A la mañana se levantaba y tomaba mate mirando, a través de los resquicios de la persiana, el pino que tenía a la entrada y que le ocultaba la calle. La calle no era otra cosa que una huella a veinte metros, allá abajo, al pie de la loma, con los yuyos entre las dos marcas de las ruedas bastante crecidos que daba la vuelta a unos treinta metros a la izquierda, ensanchándose para permitir volver por la misma calle por la que se había llegado hasta ahí. Hasta ahí alcanzaba a ver buscando los distintos ángulos que la ventana le permitía. El sol y el viento se hacían sentir ahí por la falta de árboles. Sólo estaban el pino frente a su ventana, otro a unos cincuenta metros de la casa y uno atrás, tras el alto paredón, ajeno al terreno de la casa, que le daba algo de sombra al patio, ensuciándole la ropa que colgaba. Para él, esos eran los únicos árboles que existían.
Tenían la delicadeza de dejarle cigarrillos. Si en esa habitación hubiera un bebé, ya habría muerto. El humo del cigarrillo se habría comido sus pulmones chiquititos. Lo hubiera atorado y acabado en no más de un par de horas. El prisionero estaba de acuerdo, pero no por eso dejaba de fumar. No mientras le siguieran dejando cigarrillos por la noche. Notó el humo y el olor a tabaco concentrado en el comedor cuando volvió del baño. Sin los peones, movía rutinariamente las piezas y fumaba sentado frente al tablero, las manos como orejeras en sus sienes, la vista fija en esa lucha reglamentada que no comprendía. Había fumado mucho mientras pensaba en las vueltas del ajedrez, en cómo resolver los problemas que se le presentaban en ese tablero y que se le hacían algo incomprensible en forma de pequeñas figuras en blanco y negro. Cuando salió al patio por la puerta trasera sintió en la cara y entrando prepotentemente en los pulmones el aire puro que venía, aunque él no lo supiera, del mar.
Dejó el tablero sobre la mesa y se quedó en el patio. Miró los paredones que hacían de ese espacio el patio de una cárcel. Alambre de púa los coronaba. Para disfrutar el aire fresco de la tarde y lo que quedaba de luz, se preparó unos mates nuevos y se sentó en un banco hecho de un tronco cortado a lo ancho. Mientras tomaba mate, vio que el otro tronco en el que tenía apoyada la pava era lo suficientemente ancho y nivelado como para poner el tablero.
Al otro día, temprano, salió al patio con el mate y sus cosas de ajedrez. Puso el tablero sobre el tronco y vio que sobraba espacio alrededor del cartón. Usó para mantenerlo fijo sobre el tronco unas chinches que clavaban un viejo almanaque en la puerta de la pieza. Maradona haciéndole el segundo gol a los ingleses. Sólo un ángel, nada más que eso. Dejó la pava en el suelo, el mate a la derecha del tablero y el libro a la izquierda. Aún debía consultar el libro para poder recordar cuál escaque iba a la derecha y cómo era la disposición inicial de las piezas sobre el tablero. Dejó los cigarrillos adentro, sobre la mesa del comedor. De mañana se iba a aguantar de fumar, si podía, y si no se veía obligado a entrar para buscar alguna cosa o ir al baño. Ahí, en el patio, seguía estando cerca de un posible escape que, de todas maneras, en ningún momento había intentado.
El rey era la pieza más frágil y había que cuidarla. Al menos podía estar tranquilo, el rey, porque en ese tablero todos respetaban las reglas. Ningún peón enemigo podía abrirse paso entre las piezas propias y darle jaque. Tendría que cumplir con las reglas para hacerlo. Los peones negros no podrían hacer nunca el primer movimiento y declarar la guerra caprichosamente. Nadie podía darle jaque a la distancia, sin ningún movimiento, haciendo simplemente alarde de su mayor poderío porque los de negro y los de blanco estaban en las mismas condiciones. Se ve que no habían escuchado todavía sobre la guerra moderna. ¿Y por qué el rey no se entregaba ni bien comenzaba la partida, o entregaba a todos los suyos para salvarse? ¿Por qué no se unía al otro rey? ¿Por qué los peones no se volvían hacia su propio rey? ¿Por qué los alfiles, los caballos o las torres no derrocaban a su rey, poderosos como eran? ¿Por qué tanto sacrificio por el rey? ¿Por qué la reina no lo traicionaba y ocupaba su lugar? ¿Por qué lo conservaba? ¿Por qué no se iba con el otro rey? ¿Por qué otros reyes de otras partidas no tomaban parte de esa partida que se desarrollaba en ese tablero? ¿Por qué él no lo cagaba a trompadas al otro jugador, suponiendo que hubiera otro jugador enfrente suyo ocupándose del otro bando de piezas, y lo obligaba a rendirse, o le secuestraba a un familiar, o le mandaba unos tipos, o le pagaba una puta, o le daba dinero, o le ponía una bomba, o le apuntaba simplemente con un arma a la cabeza? ¿Por qué había que tener esperanzas en que el otro respetara las reglas? ¿Por qué le volvía una y otra vez esa idea de la esperanza relacionada con el ajedrez? ¿Por qué intentaba jugar al ajedrez si no podía tragarse ninguno de sus fundamentos?
El prisionero miraba el tablero con un cigarrillo encendido entre los dedos. No sabía en qué momento había ido a buscarlos adentro. No sabía en qué momento se había movido de ahí.
Tres días después, el tablero reposaba tranquilo sobre el tronco, con todas las piezas en su posición inicial y sin atraer siquiera la mirada del prisionero hacia ese lado. Sacó las siguientes dos mañanas el tablero al patio y preparó todo, pero sólo se quedó sentado en su tronco fumando y mirando el terreno baldío que se extendía hacia el fondo, hasta el paredón coronado de púas.
La siguiente mañana no sacó el tablero, que quedó en la mesa del comedor esperando. Dejó de intentarlo, y de a poco se fue olvidando del tablero y las piezas que volvieron, en su bolsa, con el libro, a esconderse sobre el armario, no fuera cosa que se le diera por arrancar de nuevo.
Dos noches después, cuando entraron en la casa y le dispararon mientras dormía, al sentir el primer balazo entrar en su cuerpo se le ocurrió la loca idea de que todo se debía a su incapacidad para hacer algo más que mover las piezas correctamente.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Granizo este relato es excelente,me gusto muchisimo!!! Volviste con toda la furia!

Anónimo dijo...

Granizo este relato es excelente,me gusto muchisimo!!! Volviste con toda la furia!

el otro Dobal dijo...

Pucha, es cierto lo que dice Anónimo. Es bueno nomás. Tiene alguna que otra frase que explica de más (yo sé de eso), pero aun así tiene la fuerza de una regia patada en los huevos. Abrazo.

Buscas Libros.com dijo...

Hola, perdón por escribirte por este medio, somos una red de librerías de usados www.buscaslibros.com y estamos recopilando información sobre blogs literarios para publicarlos en nuestra página. Ya hemos registrado tu blog para compartirlo con nuestros usuarios dentro de poco. Saludos y si buscas libros agotados, raros, etc, te esperamos por allá!

I R GONZALEZ dijo...

El relato me gustó. Pero más que nada me hizo preguntarme a mí mismo varias cosas. Me hizo tratar de contextualizarlo dentro de alguna trama histórica. Dentro de algún país. Dentro de algo, más allá de su tablero de ajedrez.
Me resultó dificil no preguntarme a qué cosas asistía con tanta pasividad el sujeto.
Me gustó.