martes, 19 de julio de 2011

Ir para adelante

Ir para adelante. En una habitación, este hombre le da forma a lo que él cree que puede ser algo destacable (o simplemente rescatable de entre todo lo que alguien que entre por la fuerza, por sorpresa, en esa habitación, pueda encontrarse-llevarse). Va para delante, siempre hacia delante, sin ponerse a pensar demasiado en lo que debería venir posteriormente, concatenado en base a la lógica y el buen gusto del público (o de un editor, que no es lo mismo, pero que es quien verdaderamente cuenta a la hora de los bifes). Porque, ¿quién se detiene?, ¿quién se detiene en esta vida? Si nadie se detiene ya a nada, ¿por qué habría de detenerse este hombre que le da forma a algo (y acá sin adjetivo alguno que valorice lo que está haciendo, aquello a lo que le está dando forma o simplemente amontonándole cosas encima o una tras la otra para que las páginas se llenen rutilantemente). Entonces una aventura.
Pero antes, una buena canción de Peligrosos Gorriones (acá, y no tan extrañamente, resultó muy fácil poner el adjetivo que valorice la cosa, es decir, la canción):Un poco con sueño, un poco con sida/ quiebra que se quiebra, se enfría mi vida/ sorda la serpiente, engorda y se pierde/ azul el azufre, me descomponía./ Descontento con ser hombre o mujer,/ o un muerto, experimento, entierro y me muero./ Y me extingo, no hay más de mí,/ me extingo, no hay más de mí,/ me extingo, no hay más de mí,/ me extingo, no hay más de mí...la voladura, de mi cabeza, que me atraviesa...
Bueno, parece que la canción era importante porque algo tendría que ver con el estado de ánimo del hombre que le da forma a esa cosa. Este hombre no cree conveniente hablar sobre el tema de los derechos de autor; no cree que los Gorriones vayan a tirar la bronca. Ahora sí, aclarado su estado anímico, la aventura que viene prometiendo. (La aventura, o la posibilidad de vivir inmerso en ella, lo tenía fascinado desde sus más tiernos años. Había consumido todo tipo de aventura envasada sin discriminar nada de lo que se le ponía en frente: literatura, historietas, películas, juegos de computadora. No había protagonizado nunca una realmente; jamás las había vivido en carne propia, salvo cuando el talento de los narradores que consumía habían conseguido meterlo de lleno en la historia que le contaban. Se había dado cuenta que dicho talento tampoco debía ser tanto dado que sus ansias de aventuras y, por consiguiente, el desarrollo desmedido de su imaginación -¿podemos decir realmente “desmedido”?- ponían de su parte lo que algún narrador poco avezado no había conseguido plasmar.)
La mancha
Durante mucho tiempo he sido “La mancha”. Claramente podría decir que soy un superhéroe, aunque sin acciones heroicas para mostrar o relatar. Carezco por completo de capacidad ofensiva y sólo puedo intervenir como ayuda para otros o necesitando obligadamente la intervención de otros en mis acciones. Recuerdo que ayudé a una organización ecologista a mejorar las medidas de seguridad de una fábrica contaminante en potencia cuando aún no había comenzado a contaminar. Era sólo cuestión de tiempo. Me pegué a las paredes de la fábrica y simulé ser una mancha provocada por algún tipo de filtración. Por las noches aparecía en las paredes externas de las casas para que se alertaran sobre el alcance de la contaminación que se estaba produciendo. Claro que los ecologistas jamás supieron de mi participación, pero fui de gran ayuda porque acudieron de inmediato a protestar por lo que estaba sucediendo. Ellos terminaron, con su eficiencia, la operación. También he atrapado criminales que se daban en fuga arrojándome sobre los parabrisas y volviéndome mancha para obstaculizarles la visión. Haciendo eso me he quebrado unos cuantos huesos, pero en esos momentos yo creía que valía la pena el sacrificio. No puedo negar que al principio, al descubrir mi extraña capacidad, me convertía en mancha de humedad para espiar a las mujeres, pero esto fue perdiendo su gracia al ver que cualquiera, pese a su belleza y distinción, en su intimidad, cuando se siente libre de miradas, se torna detestable.
Nada sacaba de todo aquello, y finalmente me cansé de tanto acto heroico anónimo. Revelar mi don sólo me hubiera convertido en un espécimen de laboratorio, condenado eternamente a estudios, observaciones y experimentos. Habría terminado huyendo y viviendo en el mismo anonimato pero temeroso de ser atrapado. Sí, reconozco que crucé la línea, pero bueno, sólo hay dos clases de personas en el mundo, y a mí no me gustaba ser la que era.
Trabajo para una corporación química. Soy su principal arma empresarial. Esta empresa respeta todas las medidas de seguridad y hace las cosas correctamente. Invierte mucho para ello y, si no fuera por mi participación, no tendrían las ganancias extraordinarias que perciben; de todos modos ganarían, pero no la cifra que obtienen siendo una de las pocas empresas altamente confiables, y rentables, en el mundo. ¿Qué es lo que hago? ¿Por qué soy tan importante para ellos? Les elimino la competencia, los ensucio más de lo que ya están naturalmente, les genero pérdidas enormes por juicios por contaminación. Accedo a sus secretos industriales sólo con convertirme en una mancha de humedad, de tinta o de café que observa y escucha. El espionaje empresarial es lo mío, y darle mal aspecto, mala publicidad a empresas que no cometen ninguna falta. ¿O acaso ustedes contratarían una empresa cuyos laboratorios están llenos de manchas? Soy la mancha, y me han perdido para siempre.

jueves, 3 de junio de 2010

Las manos de un rumano

Se había sentado tras su escritorio a leer el diario. Su rutina laboral era esa. Leía sólo el suplemento deportivo. Cuando recién había llegado al pueblo, arrancaba por las noticias internacionales, seguía con las nacionales y llegaba, finalmente, a las locales, para descubrir ese territorio nuevo en el que estaba viviendo. Con el tiempo, sólo miraba las locales, y después sólo leía de punta a punta el suplemento deportivo, como si el posible desgarro -hasta que realizaran nuevos estudios- de un jugador de la Primera C fuera una información que le resultara necesaria para afrontar el día. Igual lo leía, y como no tenía nada que hacer, no dejaba ningún párrafo de lado. Lo único que tenía para hacer lo podía hacer desde ahí, o hacer como que lo hacía. Y ni siquiera sabía muy bien qué era lo que esperaban que hiciera, ni quién, a no ser que quisiera pensar que Garriozola había dejado alguien para observarlo. Quizá lo hacía sólo para Laura, pero ella nunca iba por el museo. Las otras dos personas que trabajaban con él tenían a su cargo las tareas que aseguraban el correcto funcionamiento del lugar. Viéndolo de ese modo, él era una especie de jefe. Ahí, perfectamente, se podría estar lavando dinero de alguna manera que él desconocía, porque dinero por sus manos no pasaba, ni papeles con cifras anotadas, pero no le importaba. Nadie se quejaba, e incluso nadie indagaba demasiado acerca de qué era lo que él tenía que hacer. Esa era la ventaja: como nadie sabía qué hacía, nadie sabía si lo estaba haciendo. No era una locura, para nadie, pensar que ese tipo sentado tras un escritorio, con un teléfono que, ellos no lo sabían, nunca sonaba, y que leía el diario, tomaba mate, sólo salía de la oficina a fumar al patio y que, de vez en cuando, se paraba a dar una vuelta por la oficina o se asomaba a la ventana con el pucho apagado en la boca y el mate siempre recién hecho y cebado en la mano porque no había otra cosa para hacer, no era una locura pensar que ese tipo, Ignacio, algo hacía. Además, con la muerte del Garriozola mayor y la protección de Laura, así como con la celeridad con que cumplieron el supuesto pedido del Garriozola mayor, el señor abuelo, se le había enquistado cierta impunidad que hacía que todo le preocupara tanto como la situación política entre las dos Coreas, las matanzas de negros en África o las bombas en Palestina.
Y así la pasaba, tranquilo, verde y entabacado. La única razón para que no estuviera en la oficina era una visita al baño, pero enseguida volvía al trabajo, a su presencia en la oficina, porque nunca sabía cuándo podía llegar a caer, no un cliente, porque no había cliente para el servicio que él podía llegar a ofrecer, sino un encargado más alto que él, alguien más encumbrado que él en esa pirámide que parecía tener,
como su base más profunda y casi inmersa en las entrañas de la tierra misma, esa oficina que él ocupaba. Entonces, todo volvía a la normalidad y nadie preguntaba. En el peor de los casos, esa oficina podía ser la cara de un emprendimiento cultural al que le estuviera yendo muy mal, y por eso Ignacio, un empleado que igual estaba tranquilo porque no dejaba de cobrar su sueldo, con ninguna responsabilidad en lo que ocurría, parecía rascarse olímpicamente en su puesto, tranquilo, aguantador, fiel, servil y enajenado.
El único que se aparecía por el lugar era ese tipo que trabajaba para los Garriozola. Era sigiloso como un gato. Podía ponerse junto a alguien y que esa persona sólo se diera cuenta que estaba ahí, que lo tenía encima, porque le escuchaba esa voz susurrante, de calentón, como si le hablara a una mina, ahí, cerca del oído. Pero Ignacio también estaba cada vez más parecido a un gato. O mejor, a una presa atenta a la aparición sorpresiva de cualquier predador. Y ese tipo actuaba como un predador. Le hubiera gustado escuchar eso, por eso Ignacio nunca se lo dijo.
-Correte- le dijo, sabiendo que estaba ahí porque le estaba tapando el aire del ventilador, y sabiendo que era él porque era el único que entraba a la oficina. Cuando bajó el diario, para asegurarse que no se había equivocado y que el predador estaba ahí, como si lo que le hubiera llegado fuera su olor característico a tabaco, imposible discernir ahí del suyo, cuando bajó el diario y levantó la vista, estaba ahí, sonriente, el tipo ese, divertido por descubrir sus aptitudes de presa dispuesta a escapar, atenta al peligro.
Le aclaró con la mano que tenía que correrse hacia algún costado. Él se le sentó enfrente, al otro lado del escritorio, como un cliente.
-Vos sí que trabajás duro, ¿eh?
A Ignacio le pareció un llamado de atención. Era claro que estaba descuidando sus funciones y dejando demasiado en evidencia que era un holgazán en pleno derroche de talento. Sabía que ese tipo estaba ahí por el dichoso cuadro de Laura, pero lo único que le salió hacer fue doblar el diario, dejarlo sobre el escritorio, más cerca de el otro, renunciando a la lectura e invitándolo a leer y compartir su placentero transcurrir. Como una cosa que acontece, Ignacio se sentó derecho y lo miró, sonriente, con las manos descansando correctamente sobre el escritorio.
-Hacete unos mates, la gente que espere-, dijo el otro, que no se burlaba de él sino del lugar y de la tarea, cualquiera fuera la que cumpliera, en la que, por lo visto, estaba fracasando-. Es genial que te paguen igual, aunque te rasqués las bolas a cuatro manos. A mí me encantaría hacer algo así... mataría por un laburo así- y se reía como un idiota, pero intentando contenerse.
Ignacio lo escuchaba desde la cocina, un agujero en un rincón, un tumor que le había salido a la oficina.
-Vos tampoco laburás mucho que digamos, ¿no?- le dijo, porque algo tenía que decirle para no hacer el papel de boludo, ahí, de local, en sus dominios. Se tenía que esforzar más, dado que tenía todo el día sentado ahí con el tiempo para poder preparar todo tipo de respuestas y contraataques fabulosos.
El tipo se rió, ahora desconfiado, distinto a eso que había hecho antes.
-Yo también hago lo mío- dijo-, y cobro, como vos.
Nadie que los viera desde afuera, aunque era dudoso que alguien los mirara, o no miraban hacia dentro de la oficina, como si la ventana estuviera tapiada hacía años, o hubiera amanecido extrañamente clausurada, mirando sólo los ladrillos, una triste pared, nadie podría decir que contribuían al progreso de la nación. Por supuesto que ninguno de los dos lo hacía.
-Justamente-dijo Ignacio.
El otro, quizá ya un poco aburrido de Ignacio, le confirmó que “la señorita Garriozola” iría por su “atelier”. “¿Atelier?”, preguntó Ignacio. “Sí, por tu taller”, le dijo el tipo. “Ah, bueno”, le dijo Ignacio.
En el pueblo no había nada que Ignacio pudiera hacer al margen de las horas que ocupaba en la oficina y en lo del rumano, así que resultó todo un hallazgo saber que tenía un atelier. Pero todo eso, incluso las espaciadas visitas de ese tipo y las noticias de Laura o los escasos roces con ella, le parecía una dádiva de Laura o del desaparecido aunque omnipresente señor Don Garriozola mayor. Amén. Garriozola padre o hijo, ahora daba lo mismo. Y cuando en el diario ya no le quedaba nada por incorporar del mundo del deporte, y la radio no tenía ninguna transmisión de fútbol, básquet o carreras, se volvía a donde todo había comenzado y resumía su breve e intrascendente historia. Cada vez le quedaba más claro que no tenía nada de qué enorgullecerse. Pero tampoco tenía mucho que rescatar. Finalmente, lo hacía todos los días, concluía que no debía considerar como real nada más que aquello que fuera resultado de su llegada, quizá no definitiva, a los pagos de los Garriozola.
No supo por qué se bañó para esperarla. Se sentía ridículo, como un nenito que se perfuma porque está por venir la chica que le gusta. Se trajo del museo un atril para ocupar un poco de espacio y compró un cuaderno de dibujo y algunas carbonillas. Y la esperó, bañadito y fumando, haciéndole el honor a la botella de whisky recién abierta.

Llegó y llenó de taconeo la habitación.
-¿Y el tipo ese que me visitó?-le dijo, como para empezar de alguna manera a distanciarse del aroma que le había quedado en la nariz al alejarse del rostro de ella. Se refería a él como si apenas lo hubiera visto una vez en su vida.
-No tengo chaperona.
-¿Asistente?
-Dale, asistente. Le encantaría eso de asistente.
-Me imagino.
Se sentó en la silla que Ignacio había estado ocupando. Se puso a fumar su cigarrillo y se terminó su whisky. Abusiva.
-Estuve analizando las indicaciones que me pasaste-le dijo, mientras le ponía un vaso en la mesa y vaciaba el cenicero.
-¿En el trabajo?-dijo Laura, y no dejó de sonreír, y se acomodó la pollera.
-No, nunca. Me tomo muy en serio mi trabajo.
-Me imagino.
-¿Querés ver algunos bocetos que hice?
-Claro, a eso vine, ¿no?
Le sirvió un whisky. Movía inquieta el pie, jugando con el zapato que colgaba de sus dedos. Ignacio revolvió algunos papeles que tenía en su habitación. Estaba llevando a adelante la farsa del tipo comprometido con el arte. No había hecho ningún boceto, ni había pensado en las indicaciones que ella le había dado, pero debía aparentar cierta responsabilidad como para que aquello durara el mayor tiempo posible.
-No los encuentro. Creo que me los dejé en el museo. Pasate por ahí en cualquier momento y te los muestro.
Laura sonrió y siguió con lo de su pie.
-Dejá, no hay problema. Yo paso por ahí si querés.
Ignacio se sentó junto a ella a tomar su whisky. Ya estaba más tranquilo. Esa sensación le era común cada vez que conseguía liberarse de algún momento problemático en su vida. Liberarse o patearlo para adelante al menos por un rato.
-No quiero el cuadro-le dijo ella, que no dejaba de mover el zapato. Ahora Laura prestaba atención a eso que su pie hacía con el zapato, como si recién lo hubiera descubierto.
-¿No? ¿Y entonces?
-Vamos a regalarnos un recreo, los sábados, acá.
-Los sábados... bien...
-Bien-dijo ella, no a él sino a modo de conclusión de sus propios asuntos privados, y arrojó al piso el zapato que colgaba, se quitó el otro del mismo modo, y fue caminando hacia la pieza.
Ignacio ya no pensaba en que no iba a cobrar un peso. Ya no le importaba. Al menos ahora ya no debería esforzarse en pintar ese cuadro y, como si fuera poco, la volvía a tener en su cama.

Unos días después Laura entró al taller acompañada del sujeto. Cuando Ignacio iba a cerrar la puerta se encontró con que el tipo metía el cuerpo en la pieza, de costado, filtrándose, con una sonrisa falsa colgándole de la quijada.
-Chaperona-dijo Ignacio, y cerró la puerta, menos entusiasmado ya de lo que estaba al abrirla.
-Ni se te ocurra repetirlo, no quiero una escena desagradable hoy- le dijo ella. Se había cuidado de decirlo en voz baja, sólo para ella, que se había quedado a su lado. El tipo ya estaba junto a la mesa sirviéndose un whisky en el vaso que Ignacio había dejado para Laura.
-Te juro que no voy a dejar que me provoque-le dijo Ignacio al oído, y sintió su perfume, y puteó al otro en silencio.
Se sentaron cerca de la mesa y él los observó desde la puerta.
-Bueno, ¿qué hacemos ahora, lo pinto a él?
-Vení-le dijo Laura y lo atrajo hacia ella con un movimiento de su mano, que todos sabían era irresistible-. Tenemos que hablar.
Fue hacia ellos, sabiendo que esa noche no cobraba de ningún modo y que, en cambio, quedaría con un debe inmenso.

No se quedaron más de media hora. Habló en todo momento el tipo ese. Ella parecía estar sólo para asegurarse que lo recibiera, que le abriera la puerta y lo escuchara. Mantenía la calma entre ellos y ejercía sobre Ignacio una influencia tremenda, tanto que no podría resistirse a aceptar la propuesta. De pintar el dichoso cuadro había pasado a acostarse con ella y, como si fuera natural en ese orden tramposo de las cosas, ahora aceptaba viajar al balneario. Por supuesto que ella no iría. Ahí se terminaba todo entre ellos. Nunca se sintió un empleado tanto como esa vez.
Dejó pasar un rato luego de que se fueron y se apareció por lo del rumano. Iba a pasar ahí todas las noches que le quedaran hasta que tuviera que partir: era el único lugar donde sabía que tendría lejos de él a Laura y su chaperona.
“Asistente... váyanse a la puta que los parió...”
Suponía que si cumplía con lo poco que le había pedido iba a poder volver rápido al pueblo, al atelier, a esperar la próxima visita de Laura. Pero lo que le pedían era una locura, no tenía nada que ver con lo que él hacía. “No sé qué se piensan que soy estos hijos de puta...”
Aún no había nadie en las mesas ni en la barra. Se fue tranquilo a su mesa del rincón y esperó que el rumano fuera hacia él. Mihai no tardó en acercarse. Llevaba dos vasos y una botella de caña de durazno.
-Es lo que me gusta a mí. Hoy vamos a tomar esto. Yo invito-le dijo.
No recordaba que le hubiera hablado nunca. El rumano se limitaba a clavar sus miradas cara a cara o desde la barra si se había dado cuenta tarde que alguien era o corría un gran peligro.
-Bueno. Si insiste.
Nunca lo había escuchado decir una frase completa. Sólo largaba cada tanto palabras sueltas que no dejaban reconocer una complicación para pronunciar. Ignacio había dado por sentado que, si no hablaba con fluidez, era porque tenía aún problemas con el idioma. Tenía una voz gastada, gutural. Pensó cada palabra que dijo, y las dijo tan bien que parecía haber nacido en Tandil.
-Esa señorita que buscó a usted... Esa señorita es problema grande. Garriozola. Cuidado con esa gente.
Tomó su medida de caña de un trago. Ignacio tuvo que hacer lo mismo. Sintió el gusto dulce en la boca, pero luego le quemó un poco en la garganta. Era el anuncio de una trampa mortal.
-Cuidado.¿Conté historia alguna vez de arquero Estrella Roja Bucarest? ¿No? Bueno. El Estrella ganó campeonato de clubes de Europa año 1986. Mucha alegría en Bucarest. Pero arquero cometió error grande. Habló contra el régimen. Denunció a Ceausescu. Gran poder Ceausescu. Recién derrocado 1989. Faltaba mucho. Cuando el club volvió a Bucarest le pidieron explicaciones a arquero. No tendría que haber hablado. Se manejó mal. Una tontería hizo. No tenía por qué ser héroe así, ya lo era con el triunfo. ¿Usted recuerda que ante River Plate de Argentina no jugó? No era el mismo arquero. ¿Sabe lo que pasó? ¿Sabe?
-¿Lo encarcelaron?
-No.
-¿Lo mataron?
-No. Eso es muy simple. Hasta le diría que es algo bueno para que a uno ocurra. ¿Sabe qué es lo que pasó con ese muchacho?
Mihai no esperaba sus respuestas. Hacía las pausas para beber de un trago su medida de caña y llenar de nuevo el vaso.
-No-. Ignacio contestaba para hacerle más fácil el relato.
-Dejó de atajar. Ni preso, ni muerto. No viajó a Japón a jugar con River Plate. Le cortaron las manos. Eso le hicieron. Pero a Ceausescu también le llegó su momento, igual que a su esposa. Le cortaron las manos al pobre muchacho. ¿Y sabe por qué?
-¿Por traidor?
-No. No sabe. Usted no sabe. Le cortaron las manos porque se había metido en un lugar donde eso se convierte en una posibilidad. El problema no es dónde uno se mete, sino cómo se maneja cuando está dentro. Recuérdelo. Tome hasta donde quiera. Buena suerte.
Mihai se paró y lo dejó solo con la botella de caña. Se fue tras la barra y no le prestó más atención esa noche. Sólo estaban ellos dos. No había necesitado la excusa de un cliente para dejarlo.
Un rato después, cuando Ignacio ya se estaba acostumbrando a la engañosa caña de durazno, comenzaron a caer rostros conocidos del lugar. A esa altura ya los veía con algo de dificultad.

Los tipos con suerte no se corrompen

Ella sabía que lo podía encontrar a esa hora en lo de Mihai. Y él sabía que lo estaba buscando, que quería hablarle sobre algo que ella aún no había echado a rodar por el pueblo. Ni lo haría. Por aquel tiempo, él tenía la sensación de que algo ocurriría, algo que tocaría al mundo entero o sólo a él, eso aún no lo tenía muy claro. Pero esa sensación lo acompañaba continuamente. Si ocurría algo, bien, y si no, también. Al menos lo mantendría en guardia. Ni bien entró quedó en evidencia que ese no era el lugar donde ella debía estar. Al menos no sin consecuencias. Al entrar, las consecuencias sólo podían ser suyas. Lo mismo al caminar rumbo al bar, al estar dando vueltas sola por esas calles. Pero cuando se paró frente a Ignacio, le sonrió y se sentó a su mesa, las consecuencias le dieron alcance, y eso lo preocupó, porque él había tratado, en lo que llevaba de vida en ese pueblo, de mantener las consecuencias de sus actos lo más inocuas posibles. Vivir es fácil, le había dicho su padre una vez, lo difícil es encontrar una muerte digna.
No escuchó las groserías que seguro le habían dicho desde que entró hasta que llegó a su mesa; dichas por lo bajo y a los compañeros de bebida más cercanos, cuidando que ella no escuchara porque no dejaba de ser quien era y, mal que mal, alguno siempre había que podía contarles al resto, hato de ignorantes, quién era esa mujer. Él está medio sordo, dice siempre a modo de excusa o atajándose, y cuando toma, se le relaja completamente lo que le queda de oído. Aunque quizá sólo sea su atención la que se relaja hasta diluirse por completo. Para lo que hay que escuchar... Pero vio las miradas que le echaron. Y como para no echárselas. Estaba ahí, y era casi una obligación. Eso sí no se podía evitar, por más que fuera quien era. Cuando la vio acercarse a su mesa, sonriente y con el bolso entre sus manos siempre perfectas, su mirada se derramó por sus piernas hasta sus sandalias. Demasiado alto el taco para el lugar: creaba todo un preconcepto. Supuso Ignacio que debió haber taconeado desde que entró hasta que llegó a su mesa; lo hacía fuerte y seco, siempre, para calentar, cruzando el piso de madera ya muy sucia y trajinada a esa hora pero lustrada todas las noches por Mihai, ese rumano parco que de algún modo misterioso siempre tenía lo que se le pedía, que desconocía el nombre de todos, que reconocía quién podía causarle problemas en el local esa noche y quién podía llegar a causarlos siempre pero que, por más que diera esos avisos, nunca, jamás te sonreía. No le parecía entretenido que la gente bebiera y se arruinara o que se complicara en cosas que fácilmente podían evitar quedándose en casa, como a él le hubiera gustado quedarse, allá en su pueblo, antes de haber sido reubicado en el 88 en esas espantosas viviendas colectivas que el régimen había construido para los campesinos.
Se acomodó la pollera con la mano, acariciándose la parte trasera de uno de sus muslos al sentarse, y cruzó las piernas. No había dejado de sonreír un segundo, como si quisiera decirle a Ignacio “¿Viste que vine? Te encontré”.
Las consecuencias de todo eso podían ser bravas, así que se la llevó a la calle, no fuera a ser cosa que Mihai se hubiera olvidado de hacerle notar quién era un peligro ahí. Sintió el aire fresco de la noche en la cara y el zumbido en los oídos. Volvía a escuchar lo que le rodeaba, y le dijo que podían ir a un lugar donde ella pudiera estar mucho más tranquila. Eso de estar mucho más tranquila era porque sabía que la estaría liberando de sus propias consecuencias, dejándolo sólo librado a manejar las suyas.
Se fueron más al centro, donde era, por la noche, más común verla a ella que a él. Se había equivocado, ahora las consecuencias continuaban siendo para ella, lo serían al otro día y ya en los murmullos de las mesas que los rodearían, pero él no podría hacer nada con eso. Las consecuencias para él, de ahí en más, sólo podían ser beneficiosas.
La bebida era de mejor calidad, pero no se comparaba con la información siempre útil que podía brindar, con un solo gesto, Mihai. La cara del mozo sólo le transmitió su sorpresa y desconcierto. ¿Tan mal se vería? Igualmente era sólo una circunstancia la que lo llevaba a ese lugar. Bebedor eventual. Ella le dijo lo que quería, lo que “necesitaba”, así lo dijo, y le preguntó cuánto le iba a costar. Le tiró cualquier cifra sabiendo, ambos lo sabían, que pasarían cosas que llevarían a que ni él exigiera la cifra ni a que ella insistiera o pensara que todavía era necesario pagarla. Les había ocurrido muchas veces eso, lo que era prueba cabal de que Ignacio era un idiota porque ella podía pagar cualquier cifra que se le pidiera.
Si hubieran estado aún en lo de Mihai ella se habría parado luego de terminar la charla, dejándolo continuar con lo que él estaba haciendo antes que ella llegara, tan ocupado y reconcentrado que estaba, pero como se habían salido de su territorio para meterse en el de ella (las vanas ilusiones que tenía Ignacio de pensar que algún territorio en la ciudad no le perteneciera a Laura), se tuvo que parar él, dejándola terminar lo que estaba tomando. Se volvió a su casa, porque lo del rumano le quedaba muy lejos como para continuar con sus importantes asuntos nocturnos.

Cuando le llegó el texto al museo, metido en un reluciente sobre Manila, no lo abrió. Lo metió en un cajón, para que se apretujara y perdiera con otras porquerías. El sobre no tenía remitente, y no lo necesitaba. No le podía llegar un sobre de nadie más. Él sabía de quién era, y sabía lo que contenía. Lo único distinto que le podía ocurrir en esos días provenía de ella. Pero aún no lo quería abrir. No quería, todavía, estar del todo comprometido. Prefirió no acelerar las consecuencias.
Por la tarde, al salir del trabajo, dio unas vueltas por el centro, cerca de donde sabía que podría llegar a estar ella. Pero no la encontró. Finalmente se dio cuenta que si quería generar algún tipo de contacto debería abrir el sobre y ver de qué se trataba lo que le estaba pidiendo. Ella misma era lidiar con las consecuencias, y él sabía que valía la pena.
Hizo un gran esfuerzo y caminó hasta lo de Mihai con el sobre en la mano. Tenía el destino entre sus manos. Se premió de inmediato, sentado a una mesa del rincón.
Había esperado encontrarse con su hermosa letra, redondeada y grande, pero se ocupó de colocar una extraña distancia entre ellos escribiéndolo todo con una máquina de escribir. Uno de esos detalles de antigüedad y exotismo a los que tan afecta era. Así restituía la exigencia profesional, el pedido basado en lo comercial que le había hecho. Eran unas indicaciones demasiado completas como para pensar que el cuadro pudiera ser suyo. De entrada ya se lo había arrebatado. Eso le quitaba las ganas de comenzar a trabajar. Pero el pago reavivaba un poco el ánimo. Sobre todo, la idea de trocar el pago por otro placer.
Desde un par de metros hacia arriba y a la derecha se ve la perspectiva. Es un terreno en una calle que está rodeado de casas a los dos costados. Hacia la izquierda, vemos el paredón. Hacia la derecha, la casa vecina sólo está sugerida. Paredones de un blanco grisáceo, un blanco quizá un poco sucio por el paso del tiempo y la imposibilidad de atenderlo continuamente. En una casa normal de barrio no se puede hacer eso. Es en el barrio La Malva. Si no lo conocés podés darte una vuelta por ahí. No vemos la vereda. La parte inferior del cuadro nos muestra un paredón de no más de un metro de altura que en el centro tiene una puerta baja de hierro. La puerta es tan blanca como el paredón. Blanca pero con rastros de óxido. El paredón es casi igual en color con el paredón del costado izquierdo. La casa está en el fondo del terreno. Para llegar a ella, hay un sendero de piedra que termina en la puerta de la casa. La puerta es de chapa, y es blanca. Las paredes, con ventanas a ambos lados, son de un celeste que se confunde con el del cielo. Incluso algunas partes descascaradas de las paredes parecieran ser nubes tan blancas como las que aparecen en el cielo. Las misma ventanas cerradas, con persianas blancas, parecieran ser nubes perfectas en su forma. La luz es de las tres de la tarde. El hombre que cruzará el sendero proyecta una pequeña sombra que se le cae del cuerpo. A los lados del sendero, un césped bien cortado, aunque descuidado en su cultivo. No está extendido del todo parejo, pero cubre de verde el suelo. A cada lado de la blanca puerta de entrada a la casa, bajo las paredes de la casa hay canteros con algunos malvones en flor. Superando la mitad del sendero, a un par de metros de la puerta de entrada, un hombre está llegando. Viste traje oscuro, tiene la cabeza inclinada y se está quitando el sombreo con la mano derecha. Se parece a papá. A papá en su juventud. Mejor dicho, a mi abuelo, por la ropa y la época. Es mi abuelo. Su mano está llegando al sombrero, lo está tomando, pero el sombrero aún está en su cabeza. Vuelve de trabajar, con ese aire con que vuelven de trabajar los que viven en el barrio La Malva.
Guardó la descripción en el sobre. Le pareció que iba a necesitar que ella estuviera con él cuando lo pintara. Sería insoportable seguir esas indicaciones como un simple empleado.
Mihai, al renovarle la bebida, miró el sobre y puso esa cara, la cara que solía usar para advertirle que eso que estaba ahí, como algunos de los que aparecían por el bar ciertas noches, como la mayoría de las personas que se acercaban a Ignacio, le podía causar problemas.
Y Mihai nunca se había equivocado antes.

Apareció por el museo, sonriente como siempre, y comprendió por qué había agarrado viaje en ese asunto sin pensarlo dos veces. Le preguntó cuándo lo podía tener listo y él le dijo que no lo apurara, que primero tenían que hablar un poco más sobre lo que quería. Ella le dijo, sin dejar de sonreír -nunca dejaba de sonreír, con esa dentadura blanca y perfecta, y eso era aterrador a veces-, que no había nada para hablar, que estaba todo en el sobre que le había dado.
-Esto no es como buscar a una persona sólo con unos datos que te dan en un sobre.
-No-le dijo-, esto es más fácil.
-¿Y si es tan fácil por qué no lo hacés vos?
-Ay, Ignacio, no empecés, para vos es mucho más fácil hacer esto que salir a buscar a una persona por ahí. De sólo pensar en que tendrías que salir a la calle y hacer preguntas decidirías quedarte en casa.
Lo adulaba un poco y le desarmaba cualquier pretexto. Era su modo habitual de actuar. Era flor de hija de puta. La puta más maravillosa del pueblo. El rumano nunca se equivoca. Jamás.
Estaba preciosa, y fue quizá por eso que no insistió en echarse atrás. Además, no es común que alguien lo busque y le diga, insistentemente, que él sabe hacer algo casi de un modo natural. Bueno, el rumano se lo podría llegar a decir, que chupa y se mete en problemas casi de un modo natural.
-Igual, lo de tu abuelo no significa nada para mí.
Visualmente, a eso se refería.
-Ah, eso. Bueno, tomalo como una pequeña libertad. Imaginátelo. Igual, conocés a papá. Son iguales. Pintá a papá y listo. Yo sé que eran iguales a esa edad.
-No lo tengo tan presente a tu viejo. No lo veo mucho. No vamos a los mismos lugares. Igual me gustaría que te dieras una vuelta, por esas cosas que por ahí no están claras.
-Me lo imagino.
Nunca dejaba de sonreír. Era fascinante.
-El sábado paso por tu casa.
-Yo pinto de noche.
-También me imaginaba eso. Nos vemos el sábado.
Cuando se fue se dio cuenta lo solo que estaba en el museo.

El abuelo de Laura Garriozola, a quien Ignacio no había llegado a conocer en persona y a quien, sin tener una fotografía que se lo sugiriera, no podía pintar respetando lo que Laura le pedía, había engendrado al padre de Laura, que era quien le había conseguido el trabajo en el Museo. Espacio Municipal de Arte lo llamaban. Bueno. Él había dejado de estudiar pintura y Laura, compañera en la escuela, le sugirió que podía conseguirle algún trabajo en el cual se sintiera gustoso. “¿Gustoso? Bueno”, le dijo. En realidad se hubiera sentido a gusto haciendo cualquier cosa, aunque era esa para la que tenía cierto curriculum que, con buena predisposición, alguien podría hacer pasar como suficiente. Y ese alguien debía ser el abuelo de Laura Garriozola, Don Garriozola, a quien no conoció porque murió un tiempo antes que le comunicaran que tenía el trabajo. Don Garriozola había podido hablar poco con la gente a la que le concernía su designación, así que fue Laura quien se encargó que los deseos del abuelo no fueran olvidados o desatendidos.
Entonces, ¿cómo no pintar para Laura?
La principal excusa para aceptar el trabajo en el museo había sido que cualquier otro trabajo lo hubiera llevado a dejar de pintar. Al menos esa, en un principio, había sido la excusa para dejar la escuela. Un trabajo de oficina, por eso rogaba él. Eso buscaba. Pero ella opinaba que no debía estar alejado de la actividad artística para no distraerse, aunque tampoco completamente metido en alguno de sus círculos complementarios para no agotarse. Eso decía Laura, que parecía divertida por, al fin, tener algo con qué entretenerse. Ignacio había negado rotundamente la posibilidad de dar clases, y ella hizo lo mismo, aunque fue ella la más decidida a negarse, por ser un trabajo que lo anularía como artista, según decía, dejándolo al nivel pobre de sus alumnos. Él no tenía nada para decir sobre eso: sólo quería sentarse, tranquilo, en algún lugar, y esperar que llegara fin de mes.

jueves, 13 de mayo de 2010

Uno escribe sobre lo que mejor conoce, así que les pido disculpas por la poca variedad temática de mis relatos. Si no me disculpan, verdaderamente se pueden ir a la mierda porque es lo que voy a seguir escribiendo. Mariano Granizo

domingo, 11 de abril de 2010

La conciencia del elemento

Habían pasado ya varios días desde que lo habían arrojado en esa casa semivacía. Habían hecho todo lo posible por transformarla en una celda, pero aún llevando a cabo esa intención de cambio no había perdido completamente las características de una casa. No llegaba a tener el aspecto de un agujero en el que lo dejarían morir esperando el pago de un rescate, y eso era lo que le había evitado caer en la desesperación desde el primer instante en que fue conciente de donde estaba. O quizá fue otra cosa: la situación que vivía desde antes del episodio que desembocaba en su estadía en esa, su celda. No había nada en ella con qué entretenerse, salvo una radio que había sido elegida especialmente para esas circunstancias; un viejo aparato que sólo sintonizaba AM, limitándolo a una sola señal que llegaba con claridad en el día, espectro que se abría notablemente por la noche, con las señales yendo y viniendo, en medio de una entrecortada fritura. Lo habían dejado allí para algo. Estaba seguro que no lo matarían rápidamente ni lo dejarían morir lentamente: demasiadas molestias se habían tomado, y no lo habían maltratado en absoluto durante la captura.
Pero él no pensaba en un secuestro. Tuvo al principio miedo de que se tratara de aquellos a los que había estado esperando desde hacía algún tiempo. Sabía que tarde o temprano debían dar con él. Era inevitable. No podía burlar su búsqueda eternamente. Pero con el paso de los días -y al sentirse, dentro de todo, bastante bien tratado- supuso que no podrían ser ellos. No lo habían golpeado, sólo le habían apuntado con un arma y lo habían dormido haciéndole oler un trapo húmedo. De haber sido ellos ya hubieran intentado hablar con él, sacarle información, sacarle el jugo lo más que pudieran, o mostrarlo ante las cámaras para que todos vieran que ellos, contra todo lo que pensaba la gente, hacían bien su trabajo, claro que respetando los tiempos necesario para una buena investigación sin dejarse ganar por la impaciencia de periodistas y público en general.
Cuando se dormía, entraban y le dejaban comida. La encontraba al despertarse. Agua no le faltaba porque las canillas funcionaban. Incluso se había podido duchar y ponerse la ropa que le habían dejado mientras dormía. Los había escuchado entrar un par de veces, cuando ellos lo creían dormido. No hablaban, pero se había dado cuenta que al menos eran dos: uno que quedaba en la puerta y otro que le dejaba la comida o la ropa sobre la mesa.
En un primer vistazo que había echado a la casa no había encontrado nada extraño. Se levantaba cuando presentía que no iban a entrar. Sabía que la puerta estaba cerrada con llave porque los había escuchado cerrarla. Había preferido no averiguar si esto era cierto. Había electricidad, lo comprobó de día, pero por la noche prefería no encenderla y sólo dormir. De día, algo de luz se filtraba desde afuera, y se atrevía a reforzarla con la lámpara que colgaba del techo. Buscó algo con qué entretenerse (más allá de la radio que lo aburría enormemente, que se perdía en una señal que no dejaba de resistirse a ser captada) y echó una nueva mirada a la casa, como si esperara haberse olvidado de mirar en algún rincón. Ahí se dio cuenta que no se trataba precisamente de un rincón donde se había olvidado de mirar el primer día, sino del techo de una repisa vacía cuya única función era crear en él la sensación ilusoria de que no estaba en una celda. Nunca había sido demasiado curioso, conformándose habitualmente con las cosas dadas o rechazándolas por completo e ignorándolas, que es prácticamente lo mismo, lo que explicaba que en su exploración se hubiera limitado a los lugares que se veían a simple vista, dejando esa superficie ignorada. Se subió a una silla y ahí encontró algunas cosas que no había imaginado encontrar. Se alegró como si hubiera dejado de fumar y encontrara, a las tres de la mañana y en plena crisis, un cigarrillo roto en un rincón o que mágicamente había rodado bajo la cama manteniéndose a salvo como reserva inhallable. Sólo había encontrado un par de libros sobre la repisa. Su alegría, obviamente, era desmedida, pero un elemento nuevo en la escena sabía que lo mantendría, al menos, entretenido por un rato. Uno de los libros era una vieja novela de misterio. La leyó un rato, pero esas historias tan inglesas, de crímenes que se resolvían con el uso de la inteligencia y la deducción de algún policía profesional o de vocación le habían parecido siempre demasiado estúpidas. Casi treinta años de argentino le habían demostrado que esto no era otra cosa que pura literatura fantástica o la utopía de racionalistas que soñaban con el orden y reglas claras por sobre todas las cosas. Acá, por supuesto, nadie encontraba a nadie y ni siquiera lo buscaba. El otro era un libro de cuentos muy distintos en su temática. Cualquiera diría que eran los dos del género policial, pero este último, el de cuentos, no tenía ni policías, ni detectives, ni nada que se le pareciera: sólo criminales haciendo lo suyo, muertes por todos lados y de todo tipo. Las muertes empezaban ya en la tapa, donde un hombre yacía aparentemente sin vida sobre un piso embaldosado y cerca podía verse aparecer una mano portando un arma humeante. Todas sutiles sugerencias del desconocido autor, Luis Salazar, y la -para él- ignota editorial de la zona.
Del mismo lugar del que había sacado los libros, sucios en el centro de sus márgenes por la grasitud y la transpiración de dos pulgares que los habían retenido uno de cada lado, firmes y mugrientos, lo justo de mugrientos para el género, de ese mismo lugar, en lo alto del armario, en su parte superior que no se podía ver, en esa meseta escondida y tan mugrienta como los pulgares que le hacían honor a la vieja novela inglesa y a los relatos criminales, de ese mismo lugar tomó la bolsa llena de polvo. Contenía un juego de ajedrez y un viejo libro para el jugador principiante.
La casa, por los elementos que tenía, parecía más una biblioteca que una cárcel: tres libros contra un único prisionero. Estaba condenado a sumergirse en un único género literario.
Tomó al libro de ajedrez como una invitación para intentarlo. Tiempo le sobraba para poder aprender, o al menos para intentarlo. Era mejor pensar que siempre habría tiempo para todo.
Sacó todo de la bolsa y lo dejó sobre la mesa.
La práctica del ajedrez se le hacía acorde a su situación, recluido como estaba en esa casa sin hacer nada. Parecía un espía, en plena guerra fría, esperando para actuar. Esperaba la orden para cumplir con su misión a uno u otro lado de la cortina de hierro. Era eso o jugar al solitario con un mazo de cartas, o a algún juego con su compañero. Pero no tenía ni cartas ni compañero. Y él sabía que no era un espía.
Sólo se le presentaba un problema: su incapacidad, de la cual era plenamente conciente, para visualizar y programar hechos encadenados que lo llevaran a provocar otros y así lograr un cometido final. No podía planificar una estrategia, sólo hacer lo instantáneo sin poder manejar nada más allá, demasiado lejos para él de lo que hacía en el momento. Quizá por eso estaba ahí, guardado lejos del mundo. En el ajedrez todo era pensado, y era un juego con las reglas demasiado claras y preestablecidas. Nadie podía violarlas o ignorarlas. No había ninguna posibilidad de que ocurriera algo extraordinario, algo que los jugadores no previeran.
No era para él. ¿Acaso él no había sido presa de un acontecimiento extraordinario? ¿Acaso una bomba, que no le pertenecía, no lo había lanzado en una sucesión de situaciones que, por lo visto, lo habían llevado hasta allí? ¿Acaso no era posible que alguien apuñalara a uno de los jugadores, o que a uno de ellos le reventara el corazón en medio de la partida? Todas estas cosas no entran en el sistema de pensamiento de quien juega al ajedrez porque, antes que nada, asume y fortalece las reglas que le aseguran un orden para poder desarrollar su juego.
Una bomba es la gran apertura de la partida perfecta. Ahora veía con claridad la jugada ajena, la mujer llegando a la cola del colectivo y planteando su inocente duda: “¿El boleto se paga arriba o en ventanilla?”; la sencilla respuesta de que el destino de la mujer la llevaba a la ventanilla; el favor irrechazable a una anciana de cuidarle su bolsa; la irracionalidad de la mujer al no llevar con ella su bolsa y dejársela a un completo extraño; la demora de la mujer; el peso extrañamente excesivo de la bolsa, extraño porque sólo asomaban de ella unos ovillos de lana verde brillante, la más brillante que había visto nunca, con unas agujas de tejer atravesando uno de los ovillos; la demora de la mujer; los pasajeros subiendo y él cediéndoles a todos su lugar, con la bolsa ajena a su cuidado entre las piernas. También veía cómo se había cansado de esperar por la mujer y había dejado la bolsa en la boletería, no sin previo aviso a la chica que no paraba de vender, mecánicamente, los pasajes. Se veía sin encontrar a la mujer por ningún lado. Se veía corriendo para alcanzar al colectivo antes que este cerrara definitivamente su puerta. Había viajado lamentándose de no poder decirle que no a una mujer mayor, y la había buscado con su mirada entre la gente apiñada en el colectivo. La buscó entre los que iban sentados y los que iban parados como él y, en cierto modo, recién la encontró, en la plenitud de su jugada maestra, en los muertos que había causado la explosión, en la destrucción que la televisión le mostraba, por primera vez en su vida, tan cercana a él. Luego de eso, no dejó de escapar. Eso ya no lo veía.
¿Acaso un jugador mediocre no puede hacer una genialidad determinado día y volver luego a ser el mediocre que era antes? Él lo ha visto en algunos partidos de fútbol, donde algunos tipos a los que usualmente les cuesta acertarle con un pelotazo a la cancha, es decir, no tirarla afuera sistemáticamente, los ha visto, de repente, tirar un caño, o gambetear a un rival o tirar un sombrero, o hacer simplemente un gol que, en el caso de ellos, se vuelve un golazo por ser ellos quienes lo hacen. ¿Y qué pasó ahí? ¿Cómo se explica eso? Su padre le decía que los que juegan bien son ángeles en la cancha, pero que los que son terriblemente malos, el día que hacen algo extraordinario, no son ellos, sino Dios interviniendo en el juego. Los habilidosos nunca son Dios, sino los limitados cuando te sorprenden. (Hablaba mucho de Dios su padre. Decía que Dios se valía, para intervenir, de todo aquello en lo que el hombre cree, que Dios se adapta a la puntería caprichosa de las creencias humanas. Pero para el hijo, Dios era como los médicos, no valía la pena pensar en él hasta que no fuera necesario.) Pero el ajedrez es el juego del orden, sin dioses y sin ángeles; implica un orden, necesita de un orden inmutable, estricto; un juego que sirve para pensar ese orden y para pensar dentro de sus límites, pero no para pensar cómo salirse sino sólo para pensar cómo triunfar dentro de él, sin la necesidad de derrocarlo.
Sobre la mesa estaban la bolsa, la caja con el tablero y las piezas y el manoseado libro. La bolsa le hizo acordar a la de la vieja en la terminal, y la quitó de la mesa para no volver a eso. Aunque si pensaba mucho en lo ocurrido por ahí le era útil, por ahí llegaba mucho más lejos de lo que había llegado. Abrió la caja y adentro había un tablero plegable de cartón y diminutas piezas de plástico. Tomó el libro. Era un librito delgado semejante al manual para usar una máquina complicada. Le miró tapa y contratapa y lo volvió a dejar sobre la mesa. Ese era un juego para gente esperanzada, y él no era así. No tenía sentido siquiera intentarlo.
Pero un rato después, y para evitar comenzar a pensar en el Dios de su padre, con unos mates recién hechos, porque ahí tenía para hacer mate gracias a sus atentos captores, estaba sentado a la mesa listo para intentarlo.
Una lámpara de 40, en medio del comedor, caía sobre el tablero en el que el prisionero estudiaba, o simplemente miraba, como un idiota, los movimientos posibles de las piezas en los escaques. A su lado tenía el librito. Avanzaba y volvía por sus páginas, de los movimientos básicos de cada pieza a las aperturas, de las aperturas o alguna mini partida que aparecía descripta (porque era impaciente y no aguantaba esa etapa del simple, complejo y necesario aprendizaje), a algún párrafo en el cual estaba cifrado, por el autor, el modo de comprender cómo se leía la descripción de dichas partidas.
La casa estaba, solitaria, casi cayéndose del pueblo, pero eso él no lo sabía. Aunque gritara pidiendo ayuda nadie podría escucharlo. Pero él ya había superado hacía mucho tiempo esa etapa en la que se pide ayuda a los demás, mucho tiempo atrás, en los instantes siguientes a reconocer su parte en la explosión. Habitación, cocina comedor, baño, jardín al frente y patio trasero con una pileta para lavar la ropa. El jardín del frente lo vio a través de los resquicios que dejaba la persiana cerrada. Vio el jardín y vio a uno de sus captores, supuso, dando vueltas por el frente. El patio trasero lo conoció al darse cuenta, una mañana, que la puerta que daba a él estaba sin llave. A la mañana se levantaba y tomaba mate mirando, a través de los resquicios de la persiana, el pino que tenía a la entrada y que le ocultaba la calle. La calle no era otra cosa que una huella a veinte metros, allá abajo, al pie de la loma, con los yuyos entre las dos marcas de las ruedas bastante crecidos que daba la vuelta a unos treinta metros a la izquierda, ensanchándose para permitir volver por la misma calle por la que se había llegado hasta ahí. Hasta ahí alcanzaba a ver buscando los distintos ángulos que la ventana le permitía. El sol y el viento se hacían sentir ahí por la falta de árboles. Sólo estaban el pino frente a su ventana, otro a unos cincuenta metros de la casa y uno atrás, tras el alto paredón, ajeno al terreno de la casa, que le daba algo de sombra al patio, ensuciándole la ropa que colgaba. Para él, esos eran los únicos árboles que existían.
Tenían la delicadeza de dejarle cigarrillos. Si en esa habitación hubiera un bebé, ya habría muerto. El humo del cigarrillo se habría comido sus pulmones chiquititos. Lo hubiera atorado y acabado en no más de un par de horas. El prisionero estaba de acuerdo, pero no por eso dejaba de fumar. No mientras le siguieran dejando cigarrillos por la noche. Notó el humo y el olor a tabaco concentrado en el comedor cuando volvió del baño. Sin los peones, movía rutinariamente las piezas y fumaba sentado frente al tablero, las manos como orejeras en sus sienes, la vista fija en esa lucha reglamentada que no comprendía. Había fumado mucho mientras pensaba en las vueltas del ajedrez, en cómo resolver los problemas que se le presentaban en ese tablero y que se le hacían algo incomprensible en forma de pequeñas figuras en blanco y negro. Cuando salió al patio por la puerta trasera sintió en la cara y entrando prepotentemente en los pulmones el aire puro que venía, aunque él no lo supiera, del mar.
Dejó el tablero sobre la mesa y se quedó en el patio. Miró los paredones que hacían de ese espacio el patio de una cárcel. Alambre de púa los coronaba. Para disfrutar el aire fresco de la tarde y lo que quedaba de luz, se preparó unos mates nuevos y se sentó en un banco hecho de un tronco cortado a lo ancho. Mientras tomaba mate, vio que el otro tronco en el que tenía apoyada la pava era lo suficientemente ancho y nivelado como para poner el tablero.
Al otro día, temprano, salió al patio con el mate y sus cosas de ajedrez. Puso el tablero sobre el tronco y vio que sobraba espacio alrededor del cartón. Usó para mantenerlo fijo sobre el tronco unas chinches que clavaban un viejo almanaque en la puerta de la pieza. Maradona haciéndole el segundo gol a los ingleses. Sólo un ángel, nada más que eso. Dejó la pava en el suelo, el mate a la derecha del tablero y el libro a la izquierda. Aún debía consultar el libro para poder recordar cuál escaque iba a la derecha y cómo era la disposición inicial de las piezas sobre el tablero. Dejó los cigarrillos adentro, sobre la mesa del comedor. De mañana se iba a aguantar de fumar, si podía, y si no se veía obligado a entrar para buscar alguna cosa o ir al baño. Ahí, en el patio, seguía estando cerca de un posible escape que, de todas maneras, en ningún momento había intentado.
El rey era la pieza más frágil y había que cuidarla. Al menos podía estar tranquilo, el rey, porque en ese tablero todos respetaban las reglas. Ningún peón enemigo podía abrirse paso entre las piezas propias y darle jaque. Tendría que cumplir con las reglas para hacerlo. Los peones negros no podrían hacer nunca el primer movimiento y declarar la guerra caprichosamente. Nadie podía darle jaque a la distancia, sin ningún movimiento, haciendo simplemente alarde de su mayor poderío porque los de negro y los de blanco estaban en las mismas condiciones. Se ve que no habían escuchado todavía sobre la guerra moderna. ¿Y por qué el rey no se entregaba ni bien comenzaba la partida, o entregaba a todos los suyos para salvarse? ¿Por qué no se unía al otro rey? ¿Por qué los peones no se volvían hacia su propio rey? ¿Por qué los alfiles, los caballos o las torres no derrocaban a su rey, poderosos como eran? ¿Por qué tanto sacrificio por el rey? ¿Por qué la reina no lo traicionaba y ocupaba su lugar? ¿Por qué lo conservaba? ¿Por qué no se iba con el otro rey? ¿Por qué otros reyes de otras partidas no tomaban parte de esa partida que se desarrollaba en ese tablero? ¿Por qué él no lo cagaba a trompadas al otro jugador, suponiendo que hubiera otro jugador enfrente suyo ocupándose del otro bando de piezas, y lo obligaba a rendirse, o le secuestraba a un familiar, o le mandaba unos tipos, o le pagaba una puta, o le daba dinero, o le ponía una bomba, o le apuntaba simplemente con un arma a la cabeza? ¿Por qué había que tener esperanzas en que el otro respetara las reglas? ¿Por qué le volvía una y otra vez esa idea de la esperanza relacionada con el ajedrez? ¿Por qué intentaba jugar al ajedrez si no podía tragarse ninguno de sus fundamentos?
El prisionero miraba el tablero con un cigarrillo encendido entre los dedos. No sabía en qué momento había ido a buscarlos adentro. No sabía en qué momento se había movido de ahí.
Tres días después, el tablero reposaba tranquilo sobre el tronco, con todas las piezas en su posición inicial y sin atraer siquiera la mirada del prisionero hacia ese lado. Sacó las siguientes dos mañanas el tablero al patio y preparó todo, pero sólo se quedó sentado en su tronco fumando y mirando el terreno baldío que se extendía hacia el fondo, hasta el paredón coronado de púas.
La siguiente mañana no sacó el tablero, que quedó en la mesa del comedor esperando. Dejó de intentarlo, y de a poco se fue olvidando del tablero y las piezas que volvieron, en su bolsa, con el libro, a esconderse sobre el armario, no fuera cosa que se le diera por arrancar de nuevo.
Dos noches después, cuando entraron en la casa y le dispararon mientras dormía, al sentir el primer balazo entrar en su cuerpo se le ocurrió la loca idea de que todo se debía a su incapacidad para hacer algo más que mover las piezas correctamente.

viernes, 23 de octubre de 2009

Huellas

Ya no precisaba biblioteca. En el bolsillo llevaba todo lo que había sacado de la venta completa de mis libros. Cuando decidí venderlos no me había imaginado que fuera una suma como la que me molestaba ahora, abultándome el bolsillo del pantalón. Al saber la cantidad, al escucharla del librero, me cruzó por la cabeza un leve arrepentimiento que dejé de lado rápidamente. Los últimos coletazos de la seguridad que da tener un capital reposando en los anaqueles de mi biblioteca. Dejaría que alguno se burlara de las anotaciones que había ido acumulando, con los años, en los márgenes, de los subrayados cuya lógica sólo podía entender yo, de las huellas de mi derrotero intelectual.
Antes de meterlos en las cajas, me puse a hojear algunos de los libros que iba a vender. En sus márgenes tenían breves notas hechas con una letra adolescente, imprecisa aún, anotaciones que ponían de manifiesto el enojo transformador, la efusividad de quien leía, la esperanzadora, utilitaria y naif lectura. Encontré frases como “Este es el concepto de Estado que se ha mantenido siempre en Latinoamérica, y esto debe acabarse”. Mayúsculas que denotaban la persistencia de la fe y subrayados extensos en los libros más inverosímiles de contenerlos.
Sólo había guardado en una caja algunos libros de un par de autores que todavía me interesaba tener a mano. en realidad, los conservaba porque aún no había conseguido desprenderme de ellos. Dejé en el piso la caja con esos libros y la empujé con el pie bajo mi cama, ignorando los anaqueles vacíos. La idea era no abrir esa caja, ignorar esos libros lo más que pudiera. No sabía por qué los conservaba, no me quedaba nada más por leer en ellos.
El dinero, que se abultaba en mi bolsillo, iba a tener buen uso: era para una puta. Bastaba para que tuviera hermosas tetas, buen culo y delgadas piernas, así como también un aspecto y unos modos que no se parecían en nada a los de las putas comunes. Cuando la tuve frente a mí fue que pensé en mis huellas. Debería haber borrado todas las anotaciones que he hecho en los márgenes de mis libros antes de venderlos. Me aterra la existencia de mis huellas. Por eso me gustan las putas, porque no les puedo dejar ninguna.
Hábilmente, ella me despojó de mi quietud liberándome de ese terror, llevándome con ella hacia una experiencia sin huellas.

martes, 13 de octubre de 2009

Batallas

Tenía algunos recuerdos de lo que había sido la guerra. Recuerdos que iban más allá del conocimiento colectivo que la mayoría conservaba del hecho histórico preciso como una simple anécdota nacional poco feliz. Más de una vez se preguntaba en qué medida la guerra había afectado al país, y si realmente no era que sólo había afectado a aquellos que habían estado en las islas y, por extensión, a sus familiares. Él no tenía ningún familiar ex combatiente, pero sí conservaba algunos recuerdos que la guerra había metido en su entorno y que se le habían enquistado como esquirla, o cualquier otra cosa extraña, en su cabeza. Había veces en que esos hechos le hacían sentir que la historia, como siempre se cree, había comenzado con él y que había tenido suerte que justo ese hecho ocurriera de un modo contemporáneo a su vida, pudiendo así entrar en la historia a la que él le daba inicio absoluto.
Recordaba las ventanas de su salita, la azul, en el jardín de infantes del colegio nacional, el único edificio alto de la ciudad que, casualmente, tenía la Base Naval Puerto Belgrano justo al lado, cruzando una barrera custodiada por la policía militar. Esas ventanas, y las de todo el colegio, pero él sólo recordaba las de su salita azul, estaban tapadas por diarios que no dejaban, en lo práctico, entrar la luz, aunque la verdadera razón de esa cobertura periodística era evitar que la luz saliera y, en el oscuro inicio de los días de clases de ese otoño del 82, revelara la posición del enorme edificio a los bombarderos ingleses. Años después conocería la canción de Charly García y se reiría de lo verdaderamente estúpidos que podían ser los porteños cuando buscaban desesperados alguna razón para que, aún en tiempos de guerra, no dejaran de hablar de ellos, sólo de ellos, siempre de ellos, en vez de perder tiempo en algunos desubicados que se tiroteaban en un sur bastante incierto que, por cierto, ni siquiera llegaba a ser el de Borges.
Pero la cosa no terminaba en el oscurecimiento del aula. Guiados por las maestras eran instruidos en el arte de meter sus pequeñas cabecitas bajo unos bancos o unas mesas junto a sus cuerpitos que poco se distinguían aún, en distancia al menos, de sus cabezas. Esto era por si bombardeaban, para poder protegerse de lo que pudiera caerles encima desde el techo. Siempre teniendo en cuenta que los ingleses no hubieran tenido una perfecta puntería, caso en el que todo lo que les explicaban que había que hacer hubiera sido inútil. Por supuesto que la verdadera razón para toda esa puesta en escena de protegerse la cabeza no era otra que mantenerlos controlados y tranquilos, sintiendo en sus mentes infantiles –casi mentes-, que no había ningún problema y que sólo se trataba de un juego, que estaban protegidos y controlados por esas dos ridículas del guardapolvo azul a cuadritos chiquititos. Lo que no se puede negar es que todo esto cumplió su cometido. Poco tiempo más tarde, en algún momento quizá de ese mismo año o del siguiente, las amenazas de bombas al colegio pusieron a prueba el autocontrol de esos chicos y su capacidad para actuar como si nada estuviera sucediendo. Caminando despacito tomados de una soga que los volvía un gusanito, se alejaban lentamente del colegio que jamás estalló.
Otro de los recuerdos que tenía de la guerra se despertaba en su mente cada vez que andaba dando vueltas sin rumbo por el barrio o se dirigía rumbo a la canchita a jugar a la pelota. En la plazoleta había una placa que recordaba a un muchacho del barrio, conscripto de la marina él, que había muerto en el Crucero General Belgrano, esto fue varios años después de la guerra, aunque no muchos, porque la placa, de un bronce tentador, no aguantó mucho tiempo sin ser robada, así que para él, el héroe del barrio había caído nuevamente en el olvido, así como comenzaba a caer cada vez más el mismo episodio guerrero, provocando un vacío en el recuerdo colectivo que solamente se sentía incomodado cuando a algún operador de radio se le ocurría pasar la canción de Charly. Los fanáticos de Charly no habían conocido ni olvidado nada del tema, ya que estaban firmemente convencidos de que la posibilidad de bombardeo sobre Buenos Aires nunca había ocurrido y que sólo se trataba de una hábil metáfora del músico referida o a los militares que habían gobernado el país o a las injustas críticas del interior hacia los porteños. Algunos incluso habían llegado a suponer que la metáfora era vehículo para exteriorizar cierto oscuro temor de Charly a la ira de Dios o de sus detractores –los propios, no los ateos.
Pero si de guerras se hablaba, o de simples batallas personales o de alguna otra magnitud más magna, el barrio no terminaba en la plazoleta de la placa robada. Montenegro era un cordobés grandote como una montaña arrasada por un incendio. Entrenaba al equipo de fútbol infantil del barrio. Estaba a cargo de todas las categorías y lo disfrutaba. Según decían algunos de los padres de los chicos no tenía la menor idea de fútbol, y en un mítico partido organizado como excusa para un asado en la sociedad de fomento había demostrado ser un completo inepto con la pelota. Sólo podía correr, pero lo hacía mal, siempre en sentido contrario de donde se suponía que podía llegar a ir la pelota o un jugador contrario ejecutando un movimiento de avance peligroso. Servía para pegar, pero de puro bruto que era. Pero nadie le decía nada en la cara, aunque él era plenamente conciente de lo malo que era. La razón para acallar las críticas no era por temor a que Montenegro, esa inmensa masa oscura de músculos, reaccionara, sino porque ninguno de los padres estaba dispuesto a tomar su puesto como entrenador del fútbol infantil. Sabían mucho más que él pero, si no soportaban a sus propios hijos ¿por qué deberían soportar también a los ajenos? Montenegro no parecía tener problema en tolerarlos un rato, un par de días a la semana, aunque no pudiera enseñarles nada. Y como no tenía familia, le servía como excusa para ocupar los fines de semana.
Las razones por las que estaba solo existían, obviamente, y andaban dando vueltas por ahí para quien quisiera escucharlas. Pero los chicos tenía un par de ideas de por qué no tenía ni mujer ni hijos.
“Horrible” y “maricón” eran las causas más sencillas que se les ocurrían a los chicos. Pero algunos, más imaginativos o informados que el resto, tenían un par de historias que podían explicar aquel estado de soltería de su entrenador.
Lo que hacía realmente bien Montenegro, además de ser esa montaña enorme y oscura parada en el centro de la cancha con el silbato en la boca indicando movimientos –lo que, dicho sea de paso, hacía muy mal-, era correr. A pesar de su tamaño era un magnífico corredor a campo traviesa. “Cross country”, dijo algún pibe canchero corrigiendo al resto. Disciplina no muy popular entre los chicos a no ser que fuera cruzando un campo pateando la pelota para llegar a la cancha.
-Estaba haciendo la colimba en la base y se robó guita del casino de oficiales y rajó corriendo a través del campo. Nadie lo había visto y no sabían quién era el ladrón pero le largaron los perros y le encontraron el rastro, y lo alcanzaron, y por las mordidas de uno de los perros perdió una mano. Dicen que cuando llegaron al lado de él los de la policía militar le dejaron el perro para que se la masticara, y le tuvieron que cortar lo que le quedaba porque no se la podían arreglar. Por eso no consigue trabajo en la base como civil.
Ninguno de los chicos sabía de qué trabajaba Montenegro, y estaban tan habituados ya a verlo con una mano menos que el dato recién surge a esta altura del relato.
-Eso es mentira- dijo otro, porque siempre hay otro que dice que es mentira, y hay un montón que no dicen nada y que sólo se dedican a ver cuál de las versiones que se dan es la más sórdida y convincente, la que mejor resultado va a dar para contársela a otros, la que va a poder resistir la embestida de alguno, en otro lugar, que diga “eso es mentira”-. Es mentira, mi viejo me contó cómo perdió la mano. La perdió haciendo la colimba en el sur, la hizo con mi viejo, cuando casi entramos en guerra con Chile en el 78, en el sur, en prácticas de tiro, el uniforme le quedaba grande, las mangas largas, no había un uniforme justo para él, entonces se le enganchó en el cañón después de haber puesto la munición, y el otro artillero no se dio cuenta, y él miraba desesperado sabiendo que su brazo se iba a perder, y que capaz aparecía por Chile, volando por el cielo de Santiago, y sintió el chicotazo de cuando se lo arrancaba, no todo, sólo la mano y un poco más arriba de la muñeca, pero le tuvieron que sacar parejo para que no se muriera... él no se acuerda porque se desmayó al instante. El otro artillero se murió ahí no más, quedó seco.
-Pero no hubo guerra con Chile.
-No, pero él hubiera preferido que sí, al menos tendría un muñón glorioso.
Todos se rieron porque no entendían la magnitud de lo que estaban diciendo. Rieron hasta que a unos e le ocurrió decir que era imposible que a Montenegro hubiera algún uniforme que le quedara grande. Y otro dijo que era imposible que hiciera la colimba en dos lugares a la vez.
-Lo pueden haber movilizada hasta allá por la posibilidad de la guerra. A un primo de mi papá lo mandaron desde Chaco a las Malvinas.
-¡Mi viejo no miente, pelotudo!
Ese era su otro recuerdo de la guerra, o de un comentario sobre ella, o simplemente de alguna referencia hecha hacia su posibilidad en algún momento.
El resto de las batallas que recordaba habían tenido lugar en esa canchita y con Montenegro haciendo como que los dirigía, detrás de la línea de cal.