jueves, 3 de junio de 2010

Los tipos con suerte no se corrompen

Ella sabía que lo podía encontrar a esa hora en lo de Mihai. Y él sabía que lo estaba buscando, que quería hablarle sobre algo que ella aún no había echado a rodar por el pueblo. Ni lo haría. Por aquel tiempo, él tenía la sensación de que algo ocurriría, algo que tocaría al mundo entero o sólo a él, eso aún no lo tenía muy claro. Pero esa sensación lo acompañaba continuamente. Si ocurría algo, bien, y si no, también. Al menos lo mantendría en guardia. Ni bien entró quedó en evidencia que ese no era el lugar donde ella debía estar. Al menos no sin consecuencias. Al entrar, las consecuencias sólo podían ser suyas. Lo mismo al caminar rumbo al bar, al estar dando vueltas sola por esas calles. Pero cuando se paró frente a Ignacio, le sonrió y se sentó a su mesa, las consecuencias le dieron alcance, y eso lo preocupó, porque él había tratado, en lo que llevaba de vida en ese pueblo, de mantener las consecuencias de sus actos lo más inocuas posibles. Vivir es fácil, le había dicho su padre una vez, lo difícil es encontrar una muerte digna.
No escuchó las groserías que seguro le habían dicho desde que entró hasta que llegó a su mesa; dichas por lo bajo y a los compañeros de bebida más cercanos, cuidando que ella no escuchara porque no dejaba de ser quien era y, mal que mal, alguno siempre había que podía contarles al resto, hato de ignorantes, quién era esa mujer. Él está medio sordo, dice siempre a modo de excusa o atajándose, y cuando toma, se le relaja completamente lo que le queda de oído. Aunque quizá sólo sea su atención la que se relaja hasta diluirse por completo. Para lo que hay que escuchar... Pero vio las miradas que le echaron. Y como para no echárselas. Estaba ahí, y era casi una obligación. Eso sí no se podía evitar, por más que fuera quien era. Cuando la vio acercarse a su mesa, sonriente y con el bolso entre sus manos siempre perfectas, su mirada se derramó por sus piernas hasta sus sandalias. Demasiado alto el taco para el lugar: creaba todo un preconcepto. Supuso Ignacio que debió haber taconeado desde que entró hasta que llegó a su mesa; lo hacía fuerte y seco, siempre, para calentar, cruzando el piso de madera ya muy sucia y trajinada a esa hora pero lustrada todas las noches por Mihai, ese rumano parco que de algún modo misterioso siempre tenía lo que se le pedía, que desconocía el nombre de todos, que reconocía quién podía causarle problemas en el local esa noche y quién podía llegar a causarlos siempre pero que, por más que diera esos avisos, nunca, jamás te sonreía. No le parecía entretenido que la gente bebiera y se arruinara o que se complicara en cosas que fácilmente podían evitar quedándose en casa, como a él le hubiera gustado quedarse, allá en su pueblo, antes de haber sido reubicado en el 88 en esas espantosas viviendas colectivas que el régimen había construido para los campesinos.
Se acomodó la pollera con la mano, acariciándose la parte trasera de uno de sus muslos al sentarse, y cruzó las piernas. No había dejado de sonreír un segundo, como si quisiera decirle a Ignacio “¿Viste que vine? Te encontré”.
Las consecuencias de todo eso podían ser bravas, así que se la llevó a la calle, no fuera a ser cosa que Mihai se hubiera olvidado de hacerle notar quién era un peligro ahí. Sintió el aire fresco de la noche en la cara y el zumbido en los oídos. Volvía a escuchar lo que le rodeaba, y le dijo que podían ir a un lugar donde ella pudiera estar mucho más tranquila. Eso de estar mucho más tranquila era porque sabía que la estaría liberando de sus propias consecuencias, dejándolo sólo librado a manejar las suyas.
Se fueron más al centro, donde era, por la noche, más común verla a ella que a él. Se había equivocado, ahora las consecuencias continuaban siendo para ella, lo serían al otro día y ya en los murmullos de las mesas que los rodearían, pero él no podría hacer nada con eso. Las consecuencias para él, de ahí en más, sólo podían ser beneficiosas.
La bebida era de mejor calidad, pero no se comparaba con la información siempre útil que podía brindar, con un solo gesto, Mihai. La cara del mozo sólo le transmitió su sorpresa y desconcierto. ¿Tan mal se vería? Igualmente era sólo una circunstancia la que lo llevaba a ese lugar. Bebedor eventual. Ella le dijo lo que quería, lo que “necesitaba”, así lo dijo, y le preguntó cuánto le iba a costar. Le tiró cualquier cifra sabiendo, ambos lo sabían, que pasarían cosas que llevarían a que ni él exigiera la cifra ni a que ella insistiera o pensara que todavía era necesario pagarla. Les había ocurrido muchas veces eso, lo que era prueba cabal de que Ignacio era un idiota porque ella podía pagar cualquier cifra que se le pidiera.
Si hubieran estado aún en lo de Mihai ella se habría parado luego de terminar la charla, dejándolo continuar con lo que él estaba haciendo antes que ella llegara, tan ocupado y reconcentrado que estaba, pero como se habían salido de su territorio para meterse en el de ella (las vanas ilusiones que tenía Ignacio de pensar que algún territorio en la ciudad no le perteneciera a Laura), se tuvo que parar él, dejándola terminar lo que estaba tomando. Se volvió a su casa, porque lo del rumano le quedaba muy lejos como para continuar con sus importantes asuntos nocturnos.

Cuando le llegó el texto al museo, metido en un reluciente sobre Manila, no lo abrió. Lo metió en un cajón, para que se apretujara y perdiera con otras porquerías. El sobre no tenía remitente, y no lo necesitaba. No le podía llegar un sobre de nadie más. Él sabía de quién era, y sabía lo que contenía. Lo único distinto que le podía ocurrir en esos días provenía de ella. Pero aún no lo quería abrir. No quería, todavía, estar del todo comprometido. Prefirió no acelerar las consecuencias.
Por la tarde, al salir del trabajo, dio unas vueltas por el centro, cerca de donde sabía que podría llegar a estar ella. Pero no la encontró. Finalmente se dio cuenta que si quería generar algún tipo de contacto debería abrir el sobre y ver de qué se trataba lo que le estaba pidiendo. Ella misma era lidiar con las consecuencias, y él sabía que valía la pena.
Hizo un gran esfuerzo y caminó hasta lo de Mihai con el sobre en la mano. Tenía el destino entre sus manos. Se premió de inmediato, sentado a una mesa del rincón.
Había esperado encontrarse con su hermosa letra, redondeada y grande, pero se ocupó de colocar una extraña distancia entre ellos escribiéndolo todo con una máquina de escribir. Uno de esos detalles de antigüedad y exotismo a los que tan afecta era. Así restituía la exigencia profesional, el pedido basado en lo comercial que le había hecho. Eran unas indicaciones demasiado completas como para pensar que el cuadro pudiera ser suyo. De entrada ya se lo había arrebatado. Eso le quitaba las ganas de comenzar a trabajar. Pero el pago reavivaba un poco el ánimo. Sobre todo, la idea de trocar el pago por otro placer.
Desde un par de metros hacia arriba y a la derecha se ve la perspectiva. Es un terreno en una calle que está rodeado de casas a los dos costados. Hacia la izquierda, vemos el paredón. Hacia la derecha, la casa vecina sólo está sugerida. Paredones de un blanco grisáceo, un blanco quizá un poco sucio por el paso del tiempo y la imposibilidad de atenderlo continuamente. En una casa normal de barrio no se puede hacer eso. Es en el barrio La Malva. Si no lo conocés podés darte una vuelta por ahí. No vemos la vereda. La parte inferior del cuadro nos muestra un paredón de no más de un metro de altura que en el centro tiene una puerta baja de hierro. La puerta es tan blanca como el paredón. Blanca pero con rastros de óxido. El paredón es casi igual en color con el paredón del costado izquierdo. La casa está en el fondo del terreno. Para llegar a ella, hay un sendero de piedra que termina en la puerta de la casa. La puerta es de chapa, y es blanca. Las paredes, con ventanas a ambos lados, son de un celeste que se confunde con el del cielo. Incluso algunas partes descascaradas de las paredes parecieran ser nubes tan blancas como las que aparecen en el cielo. Las misma ventanas cerradas, con persianas blancas, parecieran ser nubes perfectas en su forma. La luz es de las tres de la tarde. El hombre que cruzará el sendero proyecta una pequeña sombra que se le cae del cuerpo. A los lados del sendero, un césped bien cortado, aunque descuidado en su cultivo. No está extendido del todo parejo, pero cubre de verde el suelo. A cada lado de la blanca puerta de entrada a la casa, bajo las paredes de la casa hay canteros con algunos malvones en flor. Superando la mitad del sendero, a un par de metros de la puerta de entrada, un hombre está llegando. Viste traje oscuro, tiene la cabeza inclinada y se está quitando el sombreo con la mano derecha. Se parece a papá. A papá en su juventud. Mejor dicho, a mi abuelo, por la ropa y la época. Es mi abuelo. Su mano está llegando al sombrero, lo está tomando, pero el sombrero aún está en su cabeza. Vuelve de trabajar, con ese aire con que vuelven de trabajar los que viven en el barrio La Malva.
Guardó la descripción en el sobre. Le pareció que iba a necesitar que ella estuviera con él cuando lo pintara. Sería insoportable seguir esas indicaciones como un simple empleado.
Mihai, al renovarle la bebida, miró el sobre y puso esa cara, la cara que solía usar para advertirle que eso que estaba ahí, como algunos de los que aparecían por el bar ciertas noches, como la mayoría de las personas que se acercaban a Ignacio, le podía causar problemas.
Y Mihai nunca se había equivocado antes.

Apareció por el museo, sonriente como siempre, y comprendió por qué había agarrado viaje en ese asunto sin pensarlo dos veces. Le preguntó cuándo lo podía tener listo y él le dijo que no lo apurara, que primero tenían que hablar un poco más sobre lo que quería. Ella le dijo, sin dejar de sonreír -nunca dejaba de sonreír, con esa dentadura blanca y perfecta, y eso era aterrador a veces-, que no había nada para hablar, que estaba todo en el sobre que le había dado.
-Esto no es como buscar a una persona sólo con unos datos que te dan en un sobre.
-No-le dijo-, esto es más fácil.
-¿Y si es tan fácil por qué no lo hacés vos?
-Ay, Ignacio, no empecés, para vos es mucho más fácil hacer esto que salir a buscar a una persona por ahí. De sólo pensar en que tendrías que salir a la calle y hacer preguntas decidirías quedarte en casa.
Lo adulaba un poco y le desarmaba cualquier pretexto. Era su modo habitual de actuar. Era flor de hija de puta. La puta más maravillosa del pueblo. El rumano nunca se equivoca. Jamás.
Estaba preciosa, y fue quizá por eso que no insistió en echarse atrás. Además, no es común que alguien lo busque y le diga, insistentemente, que él sabe hacer algo casi de un modo natural. Bueno, el rumano se lo podría llegar a decir, que chupa y se mete en problemas casi de un modo natural.
-Igual, lo de tu abuelo no significa nada para mí.
Visualmente, a eso se refería.
-Ah, eso. Bueno, tomalo como una pequeña libertad. Imaginátelo. Igual, conocés a papá. Son iguales. Pintá a papá y listo. Yo sé que eran iguales a esa edad.
-No lo tengo tan presente a tu viejo. No lo veo mucho. No vamos a los mismos lugares. Igual me gustaría que te dieras una vuelta, por esas cosas que por ahí no están claras.
-Me lo imagino.
Nunca dejaba de sonreír. Era fascinante.
-El sábado paso por tu casa.
-Yo pinto de noche.
-También me imaginaba eso. Nos vemos el sábado.
Cuando se fue se dio cuenta lo solo que estaba en el museo.

El abuelo de Laura Garriozola, a quien Ignacio no había llegado a conocer en persona y a quien, sin tener una fotografía que se lo sugiriera, no podía pintar respetando lo que Laura le pedía, había engendrado al padre de Laura, que era quien le había conseguido el trabajo en el Museo. Espacio Municipal de Arte lo llamaban. Bueno. Él había dejado de estudiar pintura y Laura, compañera en la escuela, le sugirió que podía conseguirle algún trabajo en el cual se sintiera gustoso. “¿Gustoso? Bueno”, le dijo. En realidad se hubiera sentido a gusto haciendo cualquier cosa, aunque era esa para la que tenía cierto curriculum que, con buena predisposición, alguien podría hacer pasar como suficiente. Y ese alguien debía ser el abuelo de Laura Garriozola, Don Garriozola, a quien no conoció porque murió un tiempo antes que le comunicaran que tenía el trabajo. Don Garriozola había podido hablar poco con la gente a la que le concernía su designación, así que fue Laura quien se encargó que los deseos del abuelo no fueran olvidados o desatendidos.
Entonces, ¿cómo no pintar para Laura?
La principal excusa para aceptar el trabajo en el museo había sido que cualquier otro trabajo lo hubiera llevado a dejar de pintar. Al menos esa, en un principio, había sido la excusa para dejar la escuela. Un trabajo de oficina, por eso rogaba él. Eso buscaba. Pero ella opinaba que no debía estar alejado de la actividad artística para no distraerse, aunque tampoco completamente metido en alguno de sus círculos complementarios para no agotarse. Eso decía Laura, que parecía divertida por, al fin, tener algo con qué entretenerse. Ignacio había negado rotundamente la posibilidad de dar clases, y ella hizo lo mismo, aunque fue ella la más decidida a negarse, por ser un trabajo que lo anularía como artista, según decía, dejándolo al nivel pobre de sus alumnos. Él no tenía nada para decir sobre eso: sólo quería sentarse, tranquilo, en algún lugar, y esperar que llegara fin de mes.

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