domingo, 11 de octubre de 2009

INÚTIL FUE SU HEROÍSMO*

A los perros no se los podía contener. Cada tirón que daban para ir tras su presa se sentía en las fuertes manos de los peones que los contenían. Los querían soltar, pero la idea que primaba era que los perros sirvieran sólo como rastreadores, para después bajarlo de un tiro.
–Va a escuchar a los perros y va a rajar–, decía Ramón sin mirara a nadie, en voz alta; decía para poder jactarse cuando esto sucediera. –Se va a rajar, y vamos a estar dando vueltas todo el día por el monte sin saber pa’ donde agarrar.
El patrón ya había escuchado sus dichos la primera vez, y si bien no le gustaba demasiado el tonito de suficiencia con el que lo decía, empezaba a imaginar que tenía razón. Pero le molestaba que no se lo dijera directamente, y no sólo en ese caso: lo esquivaba siempre: siempre que Ramón le iba caminando atrás, él, el patrón, se frenaba un poco para que caminaran a la par, pero siempre Ramón se frenaba a su vez; siempre había mantenido una distancia digna de su patrón, como si no lo dejara hacerse el igual.
Por esa distancia que tomaba, al patrón le parecía que lo más lógico hubiera sido la dureza de la confrontación directa, que le hubiera dicho en la cara que lo que estaban haciendo era una burrada, que, o se salía a buscarlo con armas y a ver si se lo encontraba para sorprenderlo (lo que podía llevar días, o no ocurrir nunca), o se largaba a los perros solos para que lo buscaran e hicieran lo suyo.
–Yo les tengo fe a esos perros–. Esa era la elección de Ramón.
Pero el patrón sabía que si se la había pasado tirando comentarios al aire era porque quería que todos se dieran cuenta, por si solos, que la razón la tenía Ramón, no el patrón. Y el patrón ahora sabía que Ramón tenía razón.
–Suéltenlos–, dijo, y lo miró a Ramón.
En la cara de Ramón, los músculos se contrajeron indefinidamente, no sabiendo si expresar satisfacción porque se le hacía caso o bronca porque, una vez más, el patrón se les hacía el igual tomando en cuenta su opinión.
Los perros salieron hacia el monte, sin sentir los tirones en el cuello, dejando a los hombres atrás.
–Vamos– dijo el patrón, y Ramón fue el último en dejar de mirar el monte.
Por esa parte del monte, que Ramón había sido el último en mirar fijamente, se perdió el grupo de perros en una carrera infernal. Ellos podían ignorar los senderos angostos del monte –que el animal no pisaba– y rastrearlo por las zonas impenetrables para los hombres. El poco espacio que había alcanzaba para que los perros, con sus cuerpos esmirriados, se filtraran a toda carrera. Incluso las púas de los arbustos (algunos de ellos aún sin su clasificación en latín) no podían impedir su penetración. Casi podía decirse que habían nacido para eso y que, sólo mientras esperaban que surgiera la oportunidad de demostrarlo, se ocupaban de otras tareas menos honrosas y demandantes como mantener a raya a los corderos o anunciar la llegada de algún desconocido. Claro que, las incursiones de aquel animal en los corrales, de aquel animal que ahora perseguían o buscaban, no habían sido alertadas por ellos: sólo encontraban sus huellas por la mañana, y la sangre de alguna de las estúpidas bestias. Esta falta parecía herirlos en lo más hondo, haciéndolos ladrar y dar vueltas con desesperación. Por eso quizá tiraban tanto de las correas ese día, exigiendo que se los largara para lavar su honor.
Iban lanzados maravillosamente por la zona más oscura del monte, sin un atisbo de luz que les facilitara las cosas a los hombres. Pero ellos no precisaban la luz del sol, al menos no para eso: les bastaba con su olfato y con saber que iban en grupo, lo que, además de envalentonarlos, les confirmaba a cada uno, que el rastro que seguían era el correcto. Y debían confiar en esto, porque no tenían nada más: no había sonido que buscar, porque no lo habían escuchado nunca, no sabían cómo eran sus quejidos o sus desafíos echados al viento: arremetía en silencio, cazaba en silencio, devoraba en silencio, y se iba. Sólo había un olor que acompañaba a las huellas que dejaba, a esas huellas de puma grande, pero... que sólo ellos sabían que no eran de puma, porque el olor eso decía. Pero esto sólo lo sabían ellos, los que habían sido largados para que mataran al puma. (¿Cómo decirle a Ramón que, si bien eran las huellas de un puma enorme y un leve olor a éste, había otro más fuerte que lo hacía casi imperceptible? ¿Cómo hace eso un perro?) Por eso iban lanzados tras el fuerte olor que había en las huellas, en las hojas, en las cortezas y en cada levísima y pesada corriente de aire, imperceptible como el gas si no fuera por ese fuerte olor que la delata.
Lautaro iba al frente de todos, seguro de su velocidad, de su fuerza, de su liderazgo indiscutido. Los nombres del resto se perdían en el plural que era ser seguidores de Lautaro: los que iban con él. El les anulaba su individualidad. Sólo Lautaro se desprendía, por esperanzas y realidades puestas en él, del anonimato de su especie. Y si bien, por separado y en el trabajo diario junto a los peones, uno era uno y otro era otro, tras Lautaro sólo eran el resto que seguía, a donde fuera y sin discutirlo, a Lautaro. Lo había bautizado Ramón, que era quien lo había traído, por alguna clase de reconocimiento a las historias de estas tierras. (Interiormente, albergaba la esperanza de verlo saltar al cuello del patrón, poseído por el espíritu que al llamarlo se evocaba: “Lautaro... Lautaro... Lautaro...”)
Los perros se frenaron de golpe para no tragarse el culo de Lautaro, e inmediatamente se colocaron a sus lados. Lautaro había clavado sus patas al verlo: el olor se había hecho más fuerte, lo que hizo que no lo sorprendiera su presencia. Ahí estaba el puma grande y, sobre una gran piedra en elevación, estaba... No había razonamiento alguno posible sobre lo otro. Los ladridos iban dirigidos al puma, ese era el primer objetivo, o el único, porque aquello era mecánico, instantáneo, de a una cosa por vez, lo otro recién estaría presente cuando el cuerpo del puma grande estuviera vencido.
Los seis perros toreaban al animal, tres a cada lado del Lautaro, que ya no ladraba: sólo olía a su presa, y decidía qué hacer y quién debía hacerlo. De la misma manera que había picado en punta hacia el monte, Lautaro lo hizo hacia el cuello del puma; y de la misma manera fueron tras de él los otros. Su mandíbula abierta no llegó a cerrarse sobre el puma: la garra abrió un surco desde el ojo al hocico para luego cerrar sus dientes sobre el cuello de Lautaro. El sabía que ocurriría así, al igual que los otros. Era la única manera de que seis perros le cayeran encima –con éxito- al puma grande, la única.
Inútil fue su heroísmo. Cegados por las dentelladas que daban, por el gusto de la sangre caliente y el deseo de seguir cerrando las mandíbulas, ignoraron el otro olor: el de la sangre los había ganado. Y Lautaro también la olía, agitándose sobre la tierra, sintiendo las convulsiones que lo mataban. Sus últimos minutos estaban repletos de ese olor fuerte que era el que habían estado rastreando, que era el que recordaba tapando el mucho más sutil del puma en las huellas de los corrales; ahora lo sentía, lo ahogaba, le entraba por lo que quedaba de su hocico y por las heridas que lo desangraban; la sangre de sus compañeros estaba mucho más lejos, el puma grande también, cualquier olor del monte estaba a una distancia incalculable de ése que había descendido de la gran piedra, que se le había acercado, en silencio, sólo con su olor, porque sus ojos desgarrados por el puma grande –ahora cada vez más pequeño– ya no contaban para nada; ese olor que bajaba de la piedra hacia ellos era el único que podía percibirse en todo el monte, junto al ruido de huesos quebrados y carne desgarrada que oía apenas, único rastro de cómo ese olor se devoraba a cada uno de los seis perros, y por último a Lautaro, ya muertos todos: los seis perros y Lautaro.

*Este relato forma parte de Hombres hechos, (17grises editora, Bahía Blanca, 2008. Colección: Literal /imaginaria. ISBN: 978-987-24530-1-5).

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